“Mi poesía se nutre de las pequeñas cosas”
- Por Haydée Breslav
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Publicó su primer libro a principios de la hoy mítica década del 60, y desde entonces ha desarrollado una trayectoria ininterrumpida que consagró a su nombre como uno de los más dignos y reconocidos de la actual poesía argentina. En un fosco atardecer de esta primavera, Rafael Vásquez compartió recuerdos y autores queridos, contó su paso por la también mítica revista Barrilete, puso de manifiesto las dificultades para publicar poesía y nos confió su constante amor por Buenos Aires y el tango.
–¿Por qué te pusieron Rafael?
–Porque mi padre se llamaba así, eran como siete u ocho hermanos y hermanas que componían una de esas familias numerosas del campo de Entre Ríos, y algunas de mis tías tenían cada nombre… Yo estaba muy contento de que mi padre se llamara Rafael y de haber recibido su nombre.
–¿Tu padre era español?
–Mi padre era criollo, con un par de generaciones criollas atrás, así que nunca supe bien cuán lejos estaba la herencia española. Inclusive a propósito de mi apellido, cuya tercera letra es “s”, había un par de versiones: una, que podía ser una herencia portuguesa y otra, en la que termino creyendo, es que en el campo de Entre Ríos, en el siglo que ya no es el pasado sino el anterior, los registros civiles estaban en manos de los jueces de paz, que no eran tan letrados, y fue por eso que en la familia de mi padre unos tienen el apellido con “s” y otros con “z”.
-¿Cómo era la relación con tu padre?
-Desgraciadamente, no era tan cercana porque yo era demasiado introvertido, y con él y con mi madre los contactos eran los comunes y no incluían largos diálogos. Conversé más –no, lo escuché más– cuando él estaba por morirse después de una operación de cáncer, y durante su internación contaba cosas de la infancia en su campo de Entre Ríos.
–¿Llegaste a conocer ese lugar?
–Fijate vos que a Entre Ríos no la conocí por él, que ya había muerto cuando fui a la provincia. Se había venido joven a Buenos Aires, donde también se jubiló joven por una ley o decreto de Ortiz; hizo entonces la carrera de martillero público y en aquella época, años 40, había mucho movimiento de venta de lotes en el Gran Buenos Aires y me acuerdo de haberlo acompañado con mi madre cuando él iba a los remates con las bañaderas. Con las comisiones que ganaba vendiendo lotes le fue bien y llegó a construir una casita en las sierras de Córdoba, en un pueblito que se llama La Granja, y como mi madre era maestra de música de escuela primaria y yo tenía las vacaciones escolares propias de la primaria y de la secundaria, lo que sí compartimos con ella y con mi padre eran los dos meses y medio que nos íbamos a pasar a la casita. Allá tuve caballo, que durante el invierno se lo llevaba un paisano que era el que traía la leche por las mañanas, y me gustaba mucho salir solo a caballo a explorar… Todo eso no está demasiado reflejado en mis poemas, aunque tal vez en alguno que otro mencione algo.
–¿En qué barrio naciste?
–En el barrio de Boedo, y nunca supe muy bien si en aquella época era fácil mudarse o si mis padres tenían la costumbre de hacerlo, pero sé que nos hemos mudado muchísimas veces hasta que nos establecimos aquí cuando yo tenía 12 años.
–¿Cuándo despertaste a la poesía?
–Cuando estaba en la primaria, y el despertador fue Baldomero Fernández Moreno, no solo con sus Setenta balcones y ninguna flor sino con toda su obra poética. Además, los regalos de cumpleaños de mi infancia incluían a veces antologías poéticas infantiles y juveniles, y los buenos maestros de castellano que tuve en la escuela nos daban poemas para estudiar de memoria: eso fue guiándome, y a los catorce o quince años empecé a borronear cosas.
–¿Quiénes fueron esos primeros poetas?
–Conrado Nalé Roxlo, Alfonsina Storni y después, un poquito más grande, Rubén Darío, Amado Nervo, Bécquer, por supuesto, José Asunción Silva…
–¿Y después?
–Poco a poco fui metiéndome con Pedro Salinas, con Antonio Machado, con Miguel Hernández, con Lorca, de quien tengo toda la hermosa colección que hizo Losada. De Lorca me encantó también el teatro: la que me gusta muchísimo, aunque la considero una obra un poco menor con relación a Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba, es Doña Rosita la soltera. En aquella época, además de seguir leyendo mucha poesía, yo leía mucho teatro.
–¿Y poetas de otras lenguas?
–Lo siento por mí, porque lo considero como una contra, pero nunca me he manejado mucho con la poesía en otras lenguas. La he leído, por supuesto, pero pienso que le falta algo que es connatural a la escritura, y no hablo de la rima sino del ritmo, la cadencia, la música, que se pierden en la traducción.
–¿Qué fue lo primero que borroneaste?
-Cosas horribles: cuartetos rimados, algo dirigido a mi madre… Más o menos alrededor de cuando comencé a escribir pasé por cierta época de religiosidad extrema, o sea de cumplir yendo a misa todos los domingos y demás, que se perdió cuando empecé a enamorarme y no podía conciliar el acto de amor con una penitencia o con una confesión posterior.
–¿Cómo seguiste evolucionando?
–Poco a poco fui mejorando, pero por suerte nunca se me dio entonces por publicar; para mí los poetas eran esa gente que tenía sus libros y sabía decir las cosas, pero que a mí se me ocurriera borronear algo y llegar a ser como ellos, eso no, nunca.
–¿Y cómo llegaste a publicar?
–Mi primer libro, La verdad al viento, tuvo como detonante una historia de amor trunco. Yo ya tenía 31 o 32 años cuando me presenté a un concurso del Fondo Nacional de las Artes con la Sociedad Argentina de Escritores que tenía la ventaja de que era en todo el país y se iba a dar una serie de premios y préstamos para publicar los libros, y fui uno de los seleccionados para los préstamos. Uno de los jurados había sido el director cultural de la Sociedad Hebraica Argentina, Bernardo Ezequiel Koremblitt, quien empezó a reunirnos periódicamente en la Hebraica a los de capital o del Gran Buenos Aires que habíamos tenido alguna mención, premio o préstamo, y en esas reuniones me fui encontrando con gente con la que se podía charlar, además de admirar y de leer su poesía. Allí los conocí a Atilio Jorge Castelpoggi, al que ya había leído y admiraba, a Luis Ricardo Furlan, a Inés Malinow, a Emma de Cartosio, a Hamlet Lima Quintana, con quien fuimos un poco compinches por generosidad de él, que me arrastró a algunas charlas y vinos en peñas que él frecuentaba por su condición de folklorista, además de poeta. Y saliendo de una de esas reuniones de la Hebraica lo conocí a Santoro, que subía con Furlan; un Santoro jovencito que hacía unos meses había salido del servicio militar en la Marina y al año siguiente empezó a sacar Barrilete y a pedir material.
–Hablame de Barrilete.
–Barrilete era una revista de ocho páginas que Santoro empezó a sacar en agosto del 63 y hasta fin de ese año salieron cinco números, uno por mes, de esos chiquitos. La hacía bien a pulmón y antes de fin de año, por su generosidad y por sus ganas de hacer y de compartir, dijo “yo quiero sacar una revista con más páginas, vamos a ser un grupo y a dirigirla entre siete poetas, de modo que haya un número impar para evitar empates”. Y así fue: hicimos algunas reuniones previas y se formó el taller de Barrilete y el consejo de redacción con Daniel Barros, Ramón Plaza, Miguel Ángel Rozzisi, Horacio Salas, Roberto Santoro, Marcos Silber y yo.
–Por ese entonces publicaste tu segundo libro, Apuesta diaria…
–Lo saqué a fines del 64: todo ese año habíamos estado juntos en Barrilete, me lo presentaron Santoro y Castelpoggi y me lo ilustró Schurjin. Hay un par de poemas de amor pero muchos poemas diferentes, de tono social, y al final del libro está el único poema largo que escribí, que se llama Canto confidencial a Buenos Aires, dedicado a la ciudad. Todos los de Barrilete éramos fanáticos de recorrer Buenos Aires, y en todos mis libros hay poemas dedicados a ella; el tango y la ciudad fueron factores aglutinantes en el grupo.
–Contame qué pasó con el tango.
–Lo trajo Santoro a la revista con la sección fija “Barrilete de Buenos Aires”, mezclando poetas y letristas, como él sostenía, de la misma calidad. Además, uno de los recuerdos más lindos del grupo fue una iniciativa que organizamos y que se concretó en el salón de actos de la vieja SADE de la calle México, en noviembre de 1965, con el título de “Poesía y tango” y que consistió en una lectura de poemas dichos por Anadela Arzón y Susana Rinaldi (todavía actriz) y los actores Rodolfo Relman y José María Gutiérrez, más un pequeño concierto que interpretó el Cuarteto de Tango Contemporáneo de Alberto Núñez Palacio, más el poeta y librero Héctor Yánover, que mantuvo el hilo conductor del acto y los comentarios entre poemas. Se leyeron textos de Enrique Cadícamo, Enrique Santos Discépolo, Felipe Fernández (Yacaré), Celedonio Flores, Carlos de la Púa y Homero Manzi, como también de Ricardo Molinari, Horacio Rega Molina, José Portogalo, Luis Cané, Gustavo Riccio, Nicolás Olivari, Baldomero Fernández Moreno, Raúl González Tuñón y Jorge Luis Borges. Fue un éxito para recordar.
–¿Escribiste letras de tango?
–No, no pude, y es una lástima, porque el tango me encanta: eso es algo que siempre les he envidiado a los letristas como Roberto Díaz, Héctor Negro y Eladia Blázquez, por ejemplo.
–¿Cuántos números publicó Barrilete?
–En el 67 sacó el número 13, con un bache en el medio donde tuvimos que sacar algo que llamamos suplemento imprescindible como para decir “aquí estamos”; después hubo otro bachecito y en octubre del 68 Alberto Costa, con Carlos Patiño y Rubén Cáccamo sacan el número de Superman y ahí yo ya no estaba en la conducción, aunque hay poemas míos en ese número, y después viene el último, en que vuelve Santoro y es el del sobre con papeles sueltos del 74.
–¿Por qué no estabas en la conducción?
–Yo no era militante, y entonces andaba con un tira y afloja dentro de mí mismo, dado que todos éramos de izquierda, algunos de la izquierda peronista, otros no, pero estábamos todos ahí; además, en una época yo había sido más tirando a radical, pero tampoco había participado en ningún partido político y le temía a la violencia de arriba y a la violencia de abajo. Entonces, cuando ellos se ponían más rudos, sobre todo con algunos poemas, yo no estaba de acuerdo.
–Y así te fuiste apartando…
–Sí, pero apartándome de la conducción, porque igual seguíamos viéndonos. Cuando se arma el número del sobre yo participo en la rueda que formamos en lo de Costa, allá en Constitución, alrededor de una gran mesa juntando todos los papelitos sueltos. Ahora ¿qué pasa? Después del golpe del 76 le caen a la casa de Costa, que en esa época estaba casado con la hermana de mi mujer. Por suerte fue la policía y los llevaron a la seccional de Constitución, los blanquearon y los dos se pasaron varios meses en Devoto antes de poder salir del país.
–Volviendo a la poesía, recordame tus otros libros.
–Después de Apuesta diaria vino en el 68 La vida y los fantasmas; para aquel tuve también la suerte de contar con un préstamo del Fondo Nacional de las Artes, que era fácil de pagar en serio, y para La vida y los fantasmas me presenté al Fondo y un jurado compuesto por Alberto Girri, León Benarós y Gustavo García Saraví me premió con un subsidio, o sea que no tuve que devolver el dinero y ese fue el único libro que no tuve que pagar. Después vinieron, en el 73, La vida y la alegría, que es una edición artesanal; en el 75, la carpeta Hay sol en Buenos Aires y en el 92, Cercos de la memoria, en que me acerco de nuevo al amigo José Luis Mangieri, ¡qué gran tipo! con quien publico también Ese sitio sin paz de la memoria en el 2007. Los dos últimos, Explicaciones y retratos, del 2011, y Pequeñas muertes, provisorios olvidos, del 2016, son para mí continuación uno de otro en cuanto a sentir el paso del tiempo y evocar a los amigos que se fueron. Y en los próximos días me van a entregar Tanta luz de recuerdos, un libro chiquito con unos veinte poemas.
–¿Qué se requiere para publicar un libro de poesía?
–Sobre todo tener fondos, porque a mí este último libro, por ejemplo, me salió 13.500 pesos por 300 ejemplares.
–Ese dinero nunca se recupera.
-No, ya sé. Desde que saqué mi primer libro me convencí de que había que pagárselo y en todo caso con las facilidades que había entonces, que ahora ya no las hay. Actualmente para nosotros el libro de poemas es una moneda de canje, en el sentido de que vos sacás un libro y yo te lo cambio por el mío: es muy raro que compre ahora libros de poesía, porque me los dan.
–¿Y qué pasa con las librerías?
–La poesía tampoco tiene cabida. Cierta vez estuve trabajando con una amiga que manejaba Ediciones La Campana, una editorial que duró poco, y lo que yo hacía era llevar los pedidos a algunas librerías. Ahí me desayuné con que cuando entregaba un pedido venía de vuelta lo que no se quedaba, y lo que no se quedaba era poesía, y entonces, ¿cómo vas a encontrar un libro si no está físicamente? El único momento en que se vende un libro de poesía es cuando se hacen las presentaciones; del último creo que vendí treinta ejemplares y pico, que para mí estaba bien.
–Para ir cerrando, ¿qué es para vos la poesía?
–A mí no me gustan las definiciones de la poesía, a pesar de que algunas sí: me llamó la atención la de Octavio Paz, que no suponía yo en él, donde le da mucha importancia a lo interior, al reflejo de lo que es uno en la poesía, y me gustó, pero en general les escapo a las definiciones.
–¿Y en cuanto a tu poesía?
–Creo que mi poesía se nutre mucho de anécdotas, de las pequeñas cosas que me han sucedido o les han sucedido a otros y también he podido reflejarlas; cuento eso y no voy a los grandes temas de la poesía que tal vez me exceden o que yo no busco.
EL HABITANTE
Muchas veces me ocurre.
Entro por un poema
lo recorro y releo, salgo de él
y en la mitad del viaje
he cambiado por algo que despertó sonidos
o recuerdos, paisajes, una ciudad absurda
que no conoceré,
un cielo tenso, la esquina imaginaria.
Miro, dudo, ¿soy yo
o soy el personaje que atravesó el poema?
¿Qué cicatriz me deja
para empezar una escritura a ciegas
como un extraño visitante
que se dejó tentar por la lectura?
Algo encendió un destello,
vino con su relámpago de luz entre la sombra,
convocó en la mitad del recorrido
la palabra que estaba más adentro.
Le soy deudor.
Habitante fantasma del poema
trazo una escapatoria hacia otras voces.
(De Explicaciones y retratos)