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TRAS CARTÓN   La Paternal, Villa Mitre y aledaños
 11 de octubre de  2024
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Manuel Antín: nuestro homenaje

Manuel Antín: nuestro homenaje

A los 98 años de edad, falleció Manuel Antín, figura medular del cine argentino. Ineludible es su aporte como realizador, plano en el que se destacó especialmente como gran exégeta del escritor Julio Cortázar, con quien trabajó codo a codo para llevar a la pantalla varios de sus cuentos. Empero, su dimensión se agranda por el rol público que significó su desempeño como primer director del Instituto Nacional de Cinematografía a partir de la restauración democrática de 1983 y por haber fundado en 1991 y dirigido hasta su muerte la Universidad del Cine (FUC), desde donde contribuyó a la formación de jóvenes cineastas y a la promoción de sus primeras producciones.

Tuvimos en 1997 la oportunidad de conocerlo y entrevistarlo en su oficina de la FUC. La nota la realizó Pablo Sáez y salió publicada en la edición impresa de Tras Cartón de noviembre de ese año con el título “Filmar películas supone un gran costo”. La transcribimos aquí a modo de homenaje.

Manuel Antín nació en el Chaco y llegó al cine de la mano de su pasión por la literatura. Tal es así que muchas de sus primeras películas –La cifra impar, Continuidad de los parques, Circe– están basadas en cuentos de Julio Cortázar. Durante los años de la presidencia de Alfonsín, fue director del Instituto de Cinematografía y, actualmente, es director de la Universidad del Cine creada por el mismo en 1991.

–¿Cómo fue que empezó a escribir?

–Éramos familia numerosa, apretados en materia económica. Yo escribía en el baño, tarde, por la noche, lo cual provocaba ciertas sospechas por mis costumbres sexuales o higiénicas (risas). Escribía ahí porque no quería molestar a nadie. Además, la mayoría de mi familia no me hubiera entendido. Soy parte de una sociedad en la que antes ser dibujante, poeta o cineasta era mucho más curioso que ahora. Actualmente se ha generalizado el desinterés. Cada uno puede hacer lo que quiere. Antes, los padres se preocupaban porque los hijos no sean homosexuales ni poetas. Hoy en día a nadie le importa. Creo que la sociedad ha mejorado en ese sentido, hay menos cárceles.

–¿Y a qué adjudica su gusto por escribir?

–No sé. Nunca me he psicoanalizado y tengo la suerte de no saber quién soy. Todo lo que ocurre es, de algún modo, mágico. Y una de las cosas mágicas que me han ocurrido a mí, seguramente, es que, sin razón predeterminada, a los 14 años ya publicaba un libro en el colegio, y a los 17 había estrenado una obra de teatro. Creo que el Nacional Buenos Aires –allí cursaba el secundario– tuvo mucho que ver con mi vocación. Yo escribía todas mis cosas allí.

–¿Y el cine?

–Es como una parte peyorativa de mi vida. En realidad, quería ser poeta y, como tal, aunque publiqué un libro, nadie me conoce. Quise ser dramaturgo, publiqué tres o cuatro obras, estrené 2, y nadie me conoce por eso. Quise ser escritor, novelista, escribí dos novelas y no se publicó ninguna. Y un día hice lo más difícil: dirigir una película. Porque escribir un libro o publicar una novela está más al alcance de uno. Filmar una película supone, ante todo, un gran costo. Tiene todas las mismas dificultades de escribir un libro, más otras propias de una actividad que no es 100% personal. El director de cine es como un director de orquesta. Aunque escriba buenas partituras, si no tiene buenos músicos, no hay un buen concierto. Es más, no parece un trabajo mío hacer películas y, sin embargo, todo el mundo me conoce como director de cine. Esto es algo que no entiendo.

–¿Dónde fue aprendiendo el oficio de director?

–En ninguna parte. Mis alumnos se quedan boquiabiertos cuando les digo que para ser director de cine no se necesita estudiar. Los grandes directores no han estudiado: Bergman, Wells, Fellini… Vienen de la literatura, la actuación o el oficio. Los que sí han estudiado aparecen recién por los ’60, con el desarrollo de la escuela de Lodz, con la aparición de Polanski, Wajda o Scorsese y Coppola en los Estados Unidos. Cuando se le pregunta a esta gente qué aprendieron en la escuela, ellos dicen: nada. En la escuela solo se aprenden los pasillos, el punto de encuentro con la gente que uno conoce. los puentes que se logran…

–Debe haber pocos alumnos que lleguen con el bagaje literario de su generación…

–La sociedad ha cambiado. Queda poca gente con bagaje literario. Más bien queda gente con errores de ortografía. La enseñanza se ha vuelto muy superficial. En mi adolescencia, yo leía una o 2 obras teatrales por día… Esto tiene mucho que ver con esto mágico que decía. Mis compañeros que no se han dedicado a la literatura o al cine leían casi la misma cantidad de libros que yo. En ese sentido vivíamos en un mundo mucho mejor que este, con menos ofertas visuales. Hoy es tan enorme la oferta mediática que leer se transforma en un acto casi de “aburrimiento”…

–La gente de teatro, ante la aparición del cine, hablaba de cierta “catástrofe cultural que se avecinaba”. Y cuando apareció la televisión, la gente de cine y teatro reaccionó del mismo modo. A usted le tocó vivir cuando estaba al frente del Instituto de Cine la invasión de videocaseteras y videoclubes. el cierre de gran cantidad de salas… Actualmente, hay cierto resurgimiento del público que va al cine. ¿Podría hacer una reflexión respecto a estos cambios?

–La sociedad está dirigiéndose hacia una especie de desierto estéril donde la espontaneidad y el individualismo van a ser cada vez más raros. Se empieza a obedecer a otras formas de autoridad. No a una autoridad política, sino mediática. Uno podría dirigir las sociedades a través de la televisión y hacia el exterminio de uno mismo, lo cual es mucho peor que los terribles exterminios ya ocurridos. Son simplemente decisiones empresarias. Durante mi gestión en el Instituto vino a verme el empresario que había hecho construir el Patio Bullrich, en avenida Libertador. El shopping tenía dos salas cinematográficas y no sabía qué hacer con ellas. Ningún empresario de cine las quería. Suponían que iba a restarle público a otras salas de su propiedad. Comencé una serie de conversaciones con ellos tratando de que vieran lo equivocado de su idea. Y tanto insistí que aceptaron “hacer el favor”. Años más tarde reconocieron que el cine del shopping había salvado su negocio. Y entendieron que había que hacer cines para menos gente, porque va menos gente al cine.

–¿Qué opinión tiene de los nuevos realizadores de nuestro país?

–Las grandes películas siempre fueron hechas por idealistas que no pensaban en el público o en el negocio. En general, después de la tercera obra un realizador entra en el terreno de la especulación. Escribe sus películas con el espectador sentado en la silla de al lado que dicta lo que sí y lo que no. Solo me interesan –aunque casi veo todas las películas– todas las óperas primas y hasta la tercera. Creo que los jóvenes son la mejor garantía de supervivencia que tenemos. ¿Qué pasaría conmigo si no hubiera creado esta Universidad del Cine? La inmortalidad está dada por los jóvenes que van a sostenerla, porque tampoco hay un interés comercial en esto. Se mantiene sin apoyo económico de nadie.

–Se hablaba de esta Universidad como inaccesible por un problema económico…

–No es verdad. Tenemos 500 alumnos, de los cuales tenemos más de 100 becados, y son becas otorgadas de modo justo. Y los que no pueden obtenerlas son los ricos. El que no viene, no averiguó bien o no quiere hacerlo. Hay varios caminos para llegar al cine y hay que agotarlos todos.

–Su paso por el Instituto fue bastante exitoso. ¿Lo sigue viviendo así?

–Sí. Me ayudó la historia en realidad. En el 84, Argentina era un país muy interesante. Había mucha esperanza y un pasado estremecedor. Tenía la suerte de dirigir el cine en un país que tenía más que su alma para mostrar. Tanto es así que nos dieron un Óscar. El día que premiaron en Venecia a la película de Carlos Sorín, La película del rey, yo respiré aliviado. Pensé: tenemos una cinematografía. Porque esa película hablaba de nosotros. Y tuve la suerte de que además coincidieran nuevas películas y directores. El gobierno de Alfonsín destapó una botella de gaseosa que desbordó. Fue maravilloso para mí.

–Y la Universidad del Cine, ¿cómo surgió?

–Cuando el país comenzó a cambiar y me fui del Instituto, decidí hacer el mío en lugar de ponerme en la cola para pedir presupuesto para otra película. Recibí ayuda de los jóvenes, porque sin nada en las manos puse una escuela. Uno de los placeres más enormes que tuve en los últimos tiempos fue ver nuestra primera película, Moebius, la cual hasta por sus defectos tiene toda la dimensión que exige el cine argentino.

–¿Su reflexión sobre el nuevo instituto?

–Mis sucesores han sido ineficientes hasta llegar a Márbiz, quien no lo ha sido. Es el único que ha tratado de hacer algo por el cine argentino. Y lamento decir esto porque él está en la otra vereda de mi concepción política y del mundo. Más de una vez he dicho que su obra culminaría bien si se dedicara más a los jóvenes y pondría más interés en los nuevos realizadores. Algo de eso ha entendido, porque ha organizado concursos de ópera prima y demás. Espero que así sea.

–Una joven cineasta, Ana Poliak, decía que ella firma renunciando al público masivo y que el cine independiente va a ir generando nuevas alternativas de producción. ¿Usted qué opina?

En la guerra del negocio del cine todos han perdido la batalla con Estados Unidos. No solamente en Argentina, también en Francia, Alemania e Inglaterra. Hay que resignarse a trabajar de una manera completamente creativa. No podemos pensar en el público o en el éxito. El cine mediático tiene mucho éxito, pero habría que ver los números. Estamos condenados a películas deficitarias y debemos pensar en bajos presupuestos. Moebius es, por ejemplo, industrialmente perfecta. Y no costó, como se cree, $1.500.000, sino $250.000, lo cual nos permitió recuperar el costo. Pienso, como Ana, que hay que trabajar para el poco público que tenemos, y para seguir haciéndolo, hay que tener el presupuesto acotado. Pero creo que deberíamos pensar en no resignarnos a perder la batalla con Estados Unidos, y para que eso ocurra, debe haber una industria.

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