Raul Soldi: poesía en la pintura
- Por Miguel Ruffo
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Hace 120 años, el 27 de marzo de 1905, nacía en Buenos Aires Raúl Soldi. Hijo de una familia de ascendencia italiana ligada a la música, el célebre artista plástico produjo una ruptura con la tradición familiar al elegir la pintura, aunque su arte terminó por revelar una continuidad profunda, pues sus obras expresan una armonía sensible en la que se puede aprehender los acordes musicales por medio de la poética de los colores. La belleza cromática y la visión poética de los personajes o situaciones logran conjugarse de tal modo en su pintura que uno queda envuelto por una musicalidad que parece sonar entre el color y la poesía.
Soldi fue adiestrándose como pintor nada menos que en Italia, la capital de las artes. Allí vivió entre 1923 y 1932. En la Academia de Brera abrevó en la tradición figurativa del arte clasicista, sin embargo, ello no fue óbice para que incorporase a sus creaciones las técnicas modernas. Así, tomó de los expresionistas la materia densa en que cristalizaban las pasiones, el mundo afectivo interior del artista. El uso de la luz mediterránea y las formas lo vinculan con Modigliani.
Su arte no rompe con lo real, pero lo aborda desde lo imaginario. Las cosas son vistas desde un sueño poético vinculando lo real con lo simbólico. Esto confiere a sus pinturas un toque romántico, un tono emotivo, de expresividad del amor o del dolor. Y es aquí donde los colores son los vehículos que exteriorizan los afectos internos. Sus pinturas, en suma, están alejadas del realismo convencional.
Dijo el pintor italiano Alcides Gubellini: “Si Soldi tuviera que dibujar un tranvía estoy seguro que hallaría algo de lirismo hasta en ese horrible cajón de lata pintada y conseguiría espiritualizarlo hasta hacer de él un coche maravilloso para recorrer caminos de ensueño”. Es que lo real, el tranvía, es visto y traspasado por un latir de emociones en el momento de la percepción y lo que, desde una visión del común de la gente, no es más que “un cajón de lata pintada”, en Soldi se convierte en un real concreto digno de la emoción y del color. La libertad con que trata a sus figuras, los ensueños de sus percepciones, la estilización de las figuras humanas, todo es cierto, pero no por ello pierde la percepción del objeto, de lo real.
Fue nuestro artista un maestro de los colores. El cromatismo revela las experiencias sensibles y su oficio de pintor le permitió ganar en expresividad. Demostró ser un perceptivo del color no solo en la representación de paisajes sino también en una deliciosa naturaleza muerta. Su capacidad se impuso por medio de las formas. Sus paisajes y naturalezas muertas son conceptos vertidos a la tela, son poesías pictóricas, dotadas de un ritmo claro donde se rememoran los acordes de la música. Pintó hermosos niños y mujeres en sus retratos, paisajes donde sus accidentes no se pierden de vista, atmósferas evocativas de la tierra; en resumen, con sus formas y colores pintó la alegría de vivir.
Dos obras magnas de Soldi son su conocida Alegoría a la música, al canto y al baile que reviste desde 1966 la cúpula del Teatro Colón y el conjunto de pinturas que embellecen la Capilla de Santa Ana en Glew. A esta última obra, Manuel Mujica Laínez atribuye el motivo de que esa localidad bonaerense no sea un pueblito más de los suburbios de Buenos Aires: “La gente va a Glew y habla de Glew. Su iglesia de Santa Ana es célebre ya en nuestros medios artísticos e intelectuales. Iglesia y pueblo deben ese prestigio distinto, que los separa de los pueblos aledaños y les confiere una dignidad propia, a Raúl Soldi, el pintor. ¿Por qué no contar ahí, en la iglesia parroquial de Santa Ana, por medio de pinturas, la historia de la Madre de la Virgen?”. Al haber pintado sus muros con escenas de la vida de Santa Ana, Soldi relacionó la capilla con las iglesias de la Edad Media, que contaban con sus pinturas las más diversas historias sacras. Así, en la capilla, se relacionan el arte y la fe, resonando los conceptos de Hegel acerca de que el arte es una de las vías de acceso al conocimiento y comprensión de Dios.
Examinemos algunas de las pinturas de Soldi.
Frank Brown fue un célebre payaso y acróbata del Buenos Aires de la segunda mitad del siglo XIX. Homenaje a Frank Brown, de 1943, presenta a cuatro artistas de circo. Un bellísimo colorido con tonalidades amarillentas, ocres, grises, verdes, transmite el policromatismo del espectáculo de un circo. Las manos de los artistas revelan su compromiso con el público al que parecen estar saludando al concluir la función. A un mismo tiempo, esas manos abiertas, que comunican entre sí a los artistas, nos hablan de la unidad del espectáculo. Vale decir: los artistas de circo constituyen un mundo propio, un mundo de viviente fantasía, donde viven y trabajan.
En Retrato de la Madre, de 1948, la figura de la mujer, representada en posición sedente y de frente, con las manos unidas en el regazo, gira hacia la izquierda el rostro donde distinguimos los puntos negros de los ojos, los pequeños labios unidos el uno con el otro, una nariz pronunciada y un cabello grisáceo con algunas canas. El fondo es de características neutras y el color es ceñido, parco, mate.
En Diego y el Diavolo, de 1948, la figura del niño, representado de pie, con las manos abiertas y descalzo, transmite una frescura de color, con el predominio del verde. Las manos se abren y extienden acompañando el gesto de las piernas. Una cabeza, muy bien modelada, tiene la dulzura de un inclinarse, mientras los ojos oscuros revelan el ensueño de su gestualidad. El fondo, también de tonalidades verdosas, acompaña la figura fundiéndola con el entorno.
Indudablemente, el color transmite la maestría de Soldi. Las figuras de Las Planchadoras, de 1950, se unen por la magia del cromatismo, por las tonalidades de pinceladas suaves que caen señalando el contorno de los cuerpos, por momentos apenas abocetados, sobre todo el de la mujer del fondo hacia la derecha. El contraste entre el blanquecino rostro de la planchadora principal y las tonalidades oscuras del vestido contribuye a resaltar la tristeza del mirar de sus ojos. Arrodillada, junto a una baja tabla de planchar, se abstrae más allá de la acción. Los colores de las figuras y el fondo se unen y se complementan sin que ello signifique la pérdida de la visualización de las planchadoras.
Cuánta dulzura, cuánto cariño, cuánta compenetración transmite el retrato que configura La niña del sillón, de 1950. Celestes, rosas, rojos, blancos, negros se unen para decirnos: “¡Cuán sentido está este cuadro!”. No nos interesa saber quién es la niña del sillón porque son ella y todas las niñas las homenajeadas por el pintor. Su mirada se eleva y se pierde en el horizonte, sus labios dulcemente unidos parecen no tener nada que hablar, sus cabellos caen libremente sobre los hombros, sus manos se unen en el regazo, su posición sedente nos habla de su tranquilidad. Decíamos que no tenía nada que hablar. Ello parece ser si nos limitamos a la voz, pero es todo su ser el que nos habla. Nos habla de la paz, de la tranquilidad de su alma, del equilibrio de su persona. Es el sentimiento expresado por los colores, lo policromático como sustancia de la vida.
En un primer plano del Mural a la entrada de la Galería Santa Fe, de 1953, vemos una escena cortesana del Antiguo Régimen: una pareja de jóvenes y dos mujeres junto a una mesada. Al fondo, construcciones donde se destacan una serie de torres, componente central de los castillos. Tenemos, entonces, el enamorarse en la vida por parte de la pareja; la vanidad de la belleza, en el espejo que sostiene una de las damas; y el urbanismo del Antiguo Régimen, con las antiquísimas guerras feudales, denotadas por las torres de los castillos.
En Los músicos, de 1956, cuatro músicos con sus violines, contrabajos y arpa están representados en posición sedente. Tal vez, a punto de ejecutar una pieza musical. El color, rico y diverso, asocia el cromatismo con los acordes de la música. Pintura y música se unen en la armonía de sus obras. Los rostros de dos de los músicos giran a los lados para comunicarse con los otros dos integrantes del cuarteto. Los pies de los ejecutantes, cubiertos solo por medias, hablan del suave apoyarse en el piso para que el baile de la música tenga algo de levitación. Las manos descansan a la espera del momento en que se diga: “Y ahora, la música”. La unidad de los músicos, el unirse de sus cuerpos, la dirección del mirar, nos hablan de la música como empresa colectiva.
En La pintora, de 1961, la dama, en gran parte de espaldas al espectador, está realizando su pintura. Está concentrada en su actividad. Es como si el artista hubiese querido, al representar el trabajo de una pintora, verse a sí mismo, frente al soporte de una de sus pinturas. Todo el retrato se nos presenta como una metáfora, como un indagar en el propio yo, en su propio oficio de pintor. Está diciendo: “Este soy yo” o “Así soy yo”.
Fuente consultada
AA.VV. (2014). Raúl Soldi, Buenos Aires, Losada S.A.