Carlitos
- Por Pablo Sáez
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Hoy se cumplen 90 años de la muerte de Carlos Gardel y aquí, en su homenaje, una reseña de cómo su figura se entrelazó de un modo entrañable y definitivo con mi oficio de titiritero.
El títere presentador de mi compañía se llama Carlitos. Siempre canta un tango antes de la función. Tiene moñito rojo, un lindo traje azul que le cosió mi vieja y un chambergo de cartapesta al tono. Sonrisa torcida, mitad alegre, mitad triste. Sé que él se cree una reencarnación titiritesca de Gardel.
Nació cuando era aprendiz titiritero, como necesidad de oficio, en las plazas de Buenos Aires. Es bueno tener quien convoque al público, lo predisponga con sus chistes y logre su silencio y atención.
No sé por qué hice un Gardel, en aquel entonces no sabía mucho de este personaje más que haberlo escuchado en algún tango y la experiencia de su imagen omnipresente en la ciudad.
Una tarde, en una plaza de Barrio Norte, luego de pasar la gorra, me encontré con una excompañera de Filosofía y Letras. Habían pasado los años –un hijo suyo, fruto de una relación pasada, estaba en los juegos– pero seguía siendo hermosa, esa alta rubia de ojos celestes que todos llamaban “la walkiria”.
Ese encuentro fue determinante. Ella era gardeliana. Me prestó un viejo disco de vinilo, una antología de Gardel. Y allí comenzó todo. Yo andaba dolido de amores y escucharlo cantar me fue curando el alma. Gardel me contaba historias trágicas y tan exageradas que me hacían reír. Me enseñaba que se puede llorar como un hombre. Su voz me impregnaba, y mi títere Carlitos lo imitaba en su decir.
Mi gardelianismo naciente comenzó a investigar. Me entusiasmé con los retratos tan personales que le hizo Hermenegildo Sábat y recolectaba anécdotas que encontraba en sus biografías. Hay tantas…
Una vez le preguntaron: “Carlitos, ¿cuándo te vas a casar?”. Y contestó: “Pudiendo hacer felices a tantas, ¿por qué voy a hacer infeliz a una sola?”. Otra vez, a la salida del hipódromo, lo paró un hombre, en estado miserable: “¡Carlitos, ayúdame!”. Gardel le dijo al amigo que lo acompañaba: “Vení, vamos a poner en circulación a este coso”. Lo llevó a la peluquería por un corte y una afeitada; después le compró un traje, lo invitó a comer y antes de despedirse le dio un diario y le dijo: “Ahora buscate un trabajo”.
Fanático recorría bibliotecas para saber de Gardel, y en la del Instituto Nacional de Estudios del Teatro, que queda en el subsuelo del Teatro Cervantes, un bibliotecario amigo me alcanzó un archivo donado por la familia de Guillermo Barbieri, guitarrista que murió también en la tragedia de Medellín, al despegar el avión que llevaba la compañía. Al abrirlo encontré dentro una partitura chamuscada. Creo que lloré.

Carlitos, además de presentar la compañía, es protagonista de Berretín de Trapo, una obra para adultos que me hizo recorrer la Argentina y gran parte de Latinoamérica. Sé que sus actores, Carlitos, Margarita y el Diablo, sueñan con triunfar en París y en toda Europa.
Un chico después de una función me dijo: “Yo sé quién es tu títere: Gardel. Mi abuelo Edmundo Rivero también cantaba tangos…”.
Yo no sé si Carlitos es una reencarnación del Zorzal Criollo, el Morocho del Abasto, el Mago, el Maestro, El Mudo y tantos apodos que tenía entre el pueblo. Sí presiento que cada vez que sale a escena mi títere me da fuerzas para seguir, y es reconocido –conciente o inconcientemente– como ese arquetipo que supo encarnar, que no sé por qué nos hace sentir bien. Tal vez porque, como dice el dicho: “Carlos Gardel cada día canta mejor”.





