Carlos Di Sarli y su “personalísimo estilo”
- Por Tras Cartón. Ilustración: Horacio Cacciabue.
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Hoy se cumplen 65 años de la muerte de Carlos Di Sarli. Apodado “el señor del tango”, su aporte como pianista, director y compositor fue notable, y supo crear uno de los estilos fundamentales del género. Sin embargo, su carrera no siempre fue exitosa, y la maledicencia lo persiguió aun después de muerto. A propósito de este aniversario, reproducimos un trabajo inédito de Haydée Breslav, nuestra recordada periodista y apasionada investigadora de la tradición cultural porteña.
“Fiel intérprete del tango, éste encontró en Carlos Di Sarli al director sobrio y sencillo, pero veraz, en su ritmo bailable de matices agradables y pegadizos”. Esto puede leerse en el libro de memorias de Julio De Caro.
Como sucede con tantas figuras del tango, los biógrafos discrepan al señalar el año de su nacimiento; no así en que Cayetano Di Sarli, como lo bautizaron, vino al mundo en Bahía Blanca un 7 de enero, para algunos de 1900, para otros de 1903. De su hermano Domingo, profesor de piano, recibió las primeras lecciones de piano, que después perfeccionó con el maestro Enrique Guzmán.
El infortunio lo sorprendió temprano. Según la tradición menos truculenta –y acaso por eso la más creíble– Cayetano tenía trece años cuando, en la armería de su padre, el disparo accidental de un empleado le dio en un ojo. Desde entonces los anteojos oscuros pasaron a ser parte de su fisonomía.
El episodio no lo apartó de la música, y en 1916 debutó como solista en un cine de La Pampa. Tres años después, en Bahía Blanca, formó su primer conjunto, con el que hizo una gira por varias provincias; ese año compuso su primer tango, Meditación, al que posteriormente puso letra José De Grandis.
En 1923 llegó a Buenos Aires donde, en un conjunto que integró con su hermano Nicolás y su tío Tito Russomano, tocó en cabarets de Paseo de Julio (hoy Paseo Colón) y en los teatros Politeama y Marconi. Después formó en varias orquestas, empezando por la de Anselmo Aieta; su paso por la de Fresedo lo influenció profundamente, y le inspiró su tango Milonguero viejo, dedicado precisamente al gran maestro.
En 1927 debutó con su primer sexteto –hoy mítico– y poco después comenzó a grabar; pero no obtuvo, según refiere Francisco García Jiménez, el reconocimiento que merecía por parte del público, ni de la empresa discográfica; otros eran los estilos en boga, especialmente entre los bailarines, y Di Sarli, fiel al suyo, se negó a hacer concesiones. Cuentan que los directivos norteamericanos suspiraron aliviados cuando al “pianista de los dark glasses”, como lo llamaban, se le venció el contrato.
Se repitió entonces la desgastante historia de pasar por distintas orquestas, hasta que, a fines de los años 30, la radio le dio una nueva oportunidad: fue así como en 1939 Di Sarli formó su primera orquesta, cuyo estilo no difería demasiado del de su conjunto anterior.
Ese estilo, uno de los fundamentales de la década de oro del tango, se basaba en la brillantez y el señorío de Fresedo, animados por un ritmo vivaz, que aprovechaba las tradiciones del género, y el director impulsaba desde el piano, donde su mano izquierda martillaba los acentos más canyengues. O, como sintetiza Roberto Selles*: “Aunó en su personalísimo estilo el melodioso legado de Osvaldo Fresedo y el aporte milonguero de su zurda bordonera”.
Se inició entonces para Di Sarli una etapa de esplendor, que se prolongó por veinte años, durante los que actuó muy exitosamente en bailes, teatros, radios y lugares nocturnos de Buenos Aires y de Montevideo, y grabó muchísimos discos. Supo convocar a cantores de la talla de Antonio Rodríguez Lesende, Roberto Rufino, Alberto Podestá y Jorge Durán, entre otros.
Es necesario señalar asimismo su labor como compositor, que reúne tangos brillantes como el nombrado Milonguero viejo y Bahía Blanca, entre los instrumentales, y los delicados Verdemar (con una de las mejores letras de José María Contursi) y Otra vez carnaval, con versos de Francisco García Jiménez, entre los cantables. Con el letrista Héctor Marcó formó un binomio autoral, entre cuya producción se destacan el encantador Nido gaucho, el airoso Porteño y bailarín, el muy romántico En un beso la vida y el dramático Bien frappé.
La desdicha volvió a presentarse con una insólita vuelta de tuerca, que a la víctima hacía victimario: se lo acusó de “mufa” y jettatore. La especie –echada a rodar, al parecer, por un conocido difusor– se propagó veloz y eficazmente en un medio por entonces muy propenso a la superstición, y ensombreció los últimos años del músico, empeñados en dura y desigual lucha contra la enfermedad que finalmente se lo llevó el 12 de enero de 1960.
Pasadas ya varias décadas de su muerte, su música ha cobrado renovada vigencia: sus vivaces acordes son los favoritos de los milongueros, y su estilo, consagrado como paradigmático por los especialistas, ha merecido ser incluido en el programa de estudios de la Orquesta Escuela de Tango. En cuanto a la especie que tanto lo amargó, hoy sólo se la recuerda como triste ejemplo de leyenda urbana, que muestra hasta qué punto la ruindad de unos necesita, para concretarse, de la actitud acrítica de muchos.
*La autora de la nota agradece al poeta e historiador Roberto Selles el material informativo gentilmente suministrado.