“Si algo no soporto son los finales largos”
- Escrito por Victor Pais
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Un cáncer feroz se ha llevado a mi amigo Gabriel Sáez con la velocidad de un tsunami. Fue todo en un mes. Cuatro semanas que removieron hasta el tuétano la existencia de las personas que tanto lo quisimos y que tanto lo seguiremos queriendo. Murió con la foto de su pequeño hijo Ignacio en las manos y dejando escritas unas palabras de despedida para su compañera, Paola, que quiso el destino que no se encontrara allí, junto a él, en el último trance. Javier, uno de sus hermanos, contó que antes de partir saludó y agradeció a las enfermeras que lo habían atendido. Fue el corolario de un comportamiento épico que tuvo durante toda la enfermedad, a la que enfrentó con extraordinaria lucidez y serenidad, a pesar de los no pocos estragos que le fue ocasionando.
La cuestión es que estoy escribiendo un obituario por la muerte de Gaby y me parece increíble. Y no es la amistad que me unía con él motivo suficiente para que ustedes, lectores, vean estas palabras publicadas en esta página, aunque sí condición necesaria. Porque Gaby tuvo mucho que ver con los primeros años de la historia de Tras Cartón. Precisamente en ese momento en que el periódico se lanzaba como un barquito de papel a las revueltas aguas de lo desconocido, cuando todo estaba por hacerse y por conseguirse, allí, entre los tripulantes de esta aventura, estaba Gaby, aportando generosamente la secuencia de sus relatos inclasificablemente bellos, en los que el barrio, sus calles, sus bares, sus plazas, sus curiosos edificios y, sobre todo, sus más recónditos habitantes conformaban una dimensión poética personalísima y a la vez universal. Lo desbordaba, además, un tierno y exacerbado humanismo: “Amo las cosas, amo a los mortales de este mundo y mi único deseo es hablar de ellos”, escribía en “Regreso al barrio”, publicada en el número 2 de Tras Cartón.
Su participación como colaborador culminó a mediados de 1995, después de su corta saga “Historias sin crimen”, en la que incursionó en relatos construidos a partir del diálogo entre un narrador investigador que iba en busca de casos policiales y un viejo parroquiano que le proporcionaba historias disparatadas en donde lo policial se tornaba absoluta parodia.
Poco tiempo después, Gaby tuvo un gran reconocimiento como escritor, cuando fue premiada su novela La séptima expedición al Malabí como ganadora del IV Concurso de Literatura Infantil y Juvenil, organizado por la editorial Fondo de Cultura Económica. Dos años más tarde, como establecía la cláusula del concurso, la editorial publicaba la obra. Más adelante tuvimos la oportunidad de ver impresos varios libros de cuentos para niños –Cuatro descubridores y un conejo, La casa de los sueños, Había una vez un reino…– y otra apasionante novela, Noton y los ladrones de luz.
A Gaby, como a mí, como a muchos de mi generación, no le resultó fácil encontrar un lugar en el mundo, pero esa búsqueda siempre estuvo guiada por una manera de ser auténtica, sin hacer concesiones que implicaran enajenar su vida y adulterar sus más íntimos propósitos. Vivía de manera sencilla con su trabajo de docente y, de cuando en cuando, publicaba y recibía sus regalías por derechos de autor. Sospecho que nada lo hacía más feliz que sus horas hogareñas junto a Paola e Ignacio.
Con Gaby hemos compartido muchas cosas: partidas de billar; andanzas por los lagos del sur con acampes en lugares inhóspitos; otros varios acampes junto a otros compañeros de viaje por distintas latitudes de la provincia de Buenos Aires; los ñoquis de su vieja, doña Nélida; un taller literario memorable; alguna cursada en la carrera de Letras; una efímera militancia política en la Facultad; la convivencia diaria en el legendario depto de la calle Beláustegui… Precisamente, en el marco de esa convivencia, maduró y se concretó mi determinación de lanzar Tras Cartón y él consolidó la suya de ser escritor. Es decir, compartimos además la cotidianeidad de un período de crecimiento.
Gaby, amigo… En los últimos años la frecuencia de nuestros encuentros era escasa. Nos colgábamos y el tiempo pasaba. Pero cuando se daba, cuando finalmente alguno de los dos tiraba la primera piedra, qué alegría para el corazón era poder darte un abrazo y disfrutar de tu chispeante buen humor.
Gaby, amigo… Igual que en tu funeral en donde vibró sucesivamente en la voz de seres que tanto te apreciaban, no se me ocurre concluir de otro modo mejor que con el último capítulo de La séptima expedición al Malabí, aunque aquí tan solo citando un pasaje. Más precisamente el del diálogo que sigue al momento en donde Meronik, a punto de zarpar con el Coralina, logra mediante una artimaña quedarse unos instantes a solas con el Viejo Stéfano, su compañero de expedición, quien había decidido quedarse en el faro del fin del reino:
“–¿Y a qué se va a dedicar, Stéfano, además de ver las estrellas? –preguntó [Meronik] sin reservas.
–Voy a escribir mi mejor ensayo. Ya lo venía imaginando durante la expedición. Tratará sobre la necesidad de las despedidas…
–Necesarias para que haya un regreso –quiso certificar Meronik.
–No sé –dudó el Viejo–, no sé siquiera si es posible el regreso… Pero lo que sí creo saber es que las cosas solo crecen y solo son cuando nos vamos, porque partir es igual a dejar construido un antes. Nada crece, nada es, si no hay un antes.
–¿Y sobre Malabí no piensa escribir?
Esta vez, Stéfano lo miró profundamente. Algo parecido a una sonrisa se le fue tallando suavemente sobre los labios.
–Creí que lo habías entendido –dijo–, es sobre Malabí que voy a escribir… Y ahora vete, que este preciso momento va a constituir el último capítulo de mi ensayo, y si algo no soporto son los finales largos”.