Edición impresa agosto 2010
LA CIUDAD y EL BICENTENARIO VIII
La sanidad porteña en los tiempos de Mayo

Por Miguel Ruffo
Cuáles eran las enfermedades a las que estaban expuestos los habitantes de esta ciudad dos centurias atrás, y cómo se combatían y se prevenían. Tal es el tema de la octava entrega de esta sección dedicada a ilustrarnos sobre la vida en Buenos Aires alrededor de 1810.
En Europa, durante el siglo XVIII, fueron muy importantes los desarrollos en las ciencias naturales (botánica, zoología y mineralogía), lo que repercutió en la renovación de los conocimientos médicos en ese continente y en sus espacios coloniales. En el Río de La Plata, durante el Virreinato de Juan José de Vértiz y Salcedo, se creó el Tribunal del Protomedicato, primera institución médica de la región. Sus funciones consistían en examinar y juzgar los conocimientos de los profesores de medicina, cirugía y farmacia, así como también en fiscalizar las boticas y los hospitales e inspeccionar las medicamentos (pócimas y ungüentos).
Las condiciones sanitarias de Buenos Aires no eran las más óptimas: la acumulación de residuos y basuras en las calles, las aguas estancadas o pantanos, la presencia de animales muertos, los enterratorios en las iglesias (que hacían que los cadáveres casi conviviesen con los vivos), así como las miasmas o aires fétidos, tornaban la situación proclive al desarrollo de diversas enfermedades. En las actas del Cabildo es frecuente encontrar referencias al “contagio o pestes”, términos con los que se aludía a epidemias de viruela, sarampión y diversos tipos de fiebres. Estas enfermedades infecto-contagiosas afectaban más a la ciudad que a la campaña debido a las condiciones higiénicas urbanas y a la mayor densidad de población. Hubo una epidemia de viruela en 1805, otra de sarampión en 1809 y una de disentería entre 1810 y 1812. “La viruela –dice García Belsunce– asoló la ciudad estos primeros años hasta que comenzaron a sentirse los efectos de la vacunación; cuando esto ocurrió la ciudad se vio libre de sus mortíferos efectos, y sólo volvió a ser atacada cuando la población se despreocupó por vacunar a sus hijos”. Señalemos que el introductor de la vacuna antivariólica en el Río de la Plata fue el sacerdote Saturnino Segurola. Bajo el “pacará de Segurola”, un árbol plantado a fines del siglo XVIII y cuyo tronco alcanzó una circunferencia de 3,7 metros, el deán Segurola aplicó en forma gratuita la vacuna antivariólica entre 1810 y 1830, y tuvo que luchar contra el analfabetismo y la ignorancia de la población para poder aplicarla.
Otras enfermedades de la época eran las fiebres catarrales y neumáticas; la gota o hidropesía; la sífilis (enfermedad venérea, muy común entre los soldados, que ocasionaba la licencia absoluta del servicio; asimismo, esta dolencia preocupaba a las mujeres debido a cierta promiscuidad que afectaba a determinadas clases sociales); la rabia (introducida en el Río de La Plata durante la segunda invasión inglesa de 1807; aparentemente a través de un perro infectado se habría difundido el mal, lo que generó una gran preocupación debido a la cantidad de perros vagabundos que había en la ciudad y particularmente en la campaña); la epilepsia; el asma; la tuberculosis, etc. En la época eran muy frecuentes las hernias como resultado de los esfuerzos que debían realizar los soldados negros y mulatos en los cuarteles y fortines. Otra enfermedad muy común relacionada con el clima de Buenos Aires era el reumatismo, que, en el caso de los hombres, a veces ocasionaba su pedido de baja en el ejército. Asimismo debemos señalar que fueron muy frecuentes las complicaciones de las mujeres durante el embarazo, el parto (precisamente un factor de mortandad femenina) y el puerperio.
“En cuanto a los trastornos mentales –continúa García Belsunce– no estaban aún diferenciados los trastornos somáticos de las afecciones psíquicas; todos se conocían con el nombre de locura o demencia, y tampoco existían lugares especiales para su tratamiento; es más, frecuentemente los locos fluctuaban entre la cárcel y el hospital, no habiendo diferencia entre hombres y mujeres”. Esto sin entrar a considerar la asociación de las enfermedades mentales con las posesiones diabólicas argumentadas desde el oscurantismo del Antiguo Régimen.
¿Cómo se combatían las enfermedades? Con la creación del Protomedicato se intentó que el arte de curar fuese ejercido exclusivamente por los médicos, lo que llevó a combatir las distintas formas de curanderismo; no obstante, la escasez de profesionales hacía que a veces el tribunal concediese licencia para ejercer la profesión médica a hombres que no tenían el título respectivo, como sangradores, parteras y boticarios. Para ser médico en la época se exigía no sólo el título sino también fe de bautismo, limpieza de sangre y haber cursado filosofía y obtenido el grado de bachiller. Entre los médicos de la época cabe citar a Miguel O’Gorman (abuelo de la célebre Camila), Cosme Mariano Argerich (que desempeñó un papel muy importante en lo que hace a la medicina militar), Francisco de Paula Fernández, Matías Rivero y otros. Había especialistas, como dentistas (“La Gaceta del 16 de noviembre de 1814 traía una noticia en la que se informaba de la existencia de tal especialista que, con la mayor delicadeza y finura, quita los dientes, muelas y raigones por más difícil que sea su extracción y con muy poca incomodidad para el paciente”, refiere García Belsunce); cirujanos, cuya profesión se vio desarrollada por las heridas provocadas a los soldados y oficiales durante las guerras de la Independencia y civiles; y oftalmólogos, aunque sólo conocemos al doctor Squier Little, que estuvo en Buenos Aires en 1825.
Junto a los médicos encontramos los hospitales. Para los años 1806-1822 había tres establecimientos: el de Santa Catalina o Belén, la Residencia (hospital militar) y el de San Miguel (hospital de mujeres), a los que cabe agregar los hospitales de sangre que fueron improvisados como consecuencia de las guerras desde la época de las invasiones inglesas. Los enfermos que se atendían en los hospitales debían pagar una renta por la atención médica; aunque con el correr de los años y durante la época de Bernardino Rivadavia se estableció la atención gratuita para los pobres, lo que generó el problema de qué individuo debía considerarse pobre para exceptuarlo del pago. Para ello se requería un certificado de pobreza, expedido por el jefe de Policía; el siguiente es un ejemplo: “Certifico ser verdad que Don José Velmonte es pobre de solemnidad y que se haya [sic] enfermo por cuyo motivo pasa al Hospital a curarse. Buenos Aires, Febrero 12 de 1823. Alcalde de dicho cuartel Francisco Villariño”. Esas rentas se denominaban hospitalidades, y no había diferencias entre hombres y mujeres. Quienes también recibieron la posibilidad de atenderse gratuitamente en los hospitales eran los soldados de la guerra. Por otra parte, eran frecuentes las atenciones médicas en las casas de los enfermos a través de las visitas del profesional.
Las boticas eran las farmacias de la época: “Entre los papeles del Protomedicato –apunta García Belsunce– figuran ocho aprobaciones de exámenes farmacéuticos, con los expedientes de fe de bautismo y limpieza de sangre correspondientes a los años de 1781 a 1783”. Las boticas debían ser periódicamente visitadas por los médicos para controlar su funcionamiento, aunque no siempre este requerimiento fue cumplido.
En la época de Bernardino Rivadavia (1821-1827) el Protomedicato fue sustituido por el tribunal de medicina y, al crearse la Universidad de Buenos Aires, se inició la formación de una Facultad de Medicina. Fue en estos años cuando se hicieron más enérgicas las medidas aconsejadas por las autoridades para que se respetaran los principios de la limpieza urbana. Sin embargo, faltarían aún muchos decenios para que la higiene preventiva liberase a la población de las diversas formas de “contagio”.

