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bantar 

TRAS CARTÓN   La Paternal, Villa Mitre y aledaños
 7 de octubre de  2025

Edición impresa septiembre 2009

AIETA Y GARCÍA JIMÉNEZ

Su recuerdo es un bien

Por Haydée Breslav

En setiembre se cumplen cuarenta y cinco años de la muerte de Anselmo Aieta y ciento diez del nacimiento de Francisco García Jiménez.  Ambos conformaron uno de los binomios autorales más notables de nuestro tango, tanto por cantidad como por calidad de obra.


“Cabe el modo que machuca /  el fueyero Anselmo Aieta. / ¡Venga otro fueye shusheta / a ver si me lo retruca!” Así puso de manifiesto el poeta Bartolomé Adolfo Aprile (en su poema Al compás de la viola, perteneciente al libro Arrabal salvaje) su admiración por este músico, en quien las calificaciones de artista popular y de intuitivo genial –por lo general mucho y mal adjudicadas– alcanzan verdadero y real sentido.
Nació el 5 de noviembre de 1896 en el barrio de San Telmo. Cuentan sus biógrafos –entre los que se encuentra el propio García Jiménez– que sus orígenes fueron muy humildes, y que Genaro Espósito (el Tano Genaro) le impartió las primeras lecciones de bandoneón, en las que además de ejecutar el instrumento debía cebarle mate al maestro.
Según relatan Roberto Selles y quienes lo plagian, Aieta inició su carrera profesional a los diecisiete años, en el café La Buseca, de Avellaneda, con el trío que integraban además Agustín Bardi en piano y Eduardo Monelos en bandoneón. Un año antes había compuesto su primer tango, La primera sin tocar.
Las formaciones de Rafael Iriarte, Eduardo Arolas y Francisco Canaro lo tuvieron después entre sus filas de bandoneones, hasta que en 1922 formó su propia orquesta, con tanto éxito que, como refiere Selles, “llegó a ampliarla en tres formaciones, para actuar simultáneamente en los cafés Nacional, Guaraní y Germinal”.  Y prosigue: “Tal repercusión coincidió con el inicio de la difusión de sus tangos”.
Porque Aieta fue inspiradísimo compositor, en cuya vasta obra se destacan la excepcional riqueza melódica y una aguda sensibilidad popular que se aparta de formas áridas a favor de una refinada simplicidad y de una fluidez que hacen a esos tangos eminentemente cantables.
Al segundo de ellos,  El huérfano, le adosó versos Francisco García Jiménez; así nació uno de los binomios autorales  más notables de nuestro tango, tanto por cantidad como por calidad de obra.
Francisco García Jiménez nació el 22 de setiembre de 1899, y escribió su primera letra sobre la música de un tango de Rafael Tuegols estrenó en el café La Paloma: Zorro gris. Le siguieron el mencionado El huérfano y  Príncipe, ambos con música de Aieta. Previamente –según refiere Selles– había publicado  poemas en la  revista  El hogar, y en 1918 se estrenó su primera obra teatral, La décima musa.
Se aprecian, en su profusa obra tanguera, la amplitud de la gama expresiva; la vuelta de tuerca a la temática clásica del género; el lenguaje cuidado y sin estridencias, pero nunca impreciso; y una encomiable soltura en el manejo de rima, métrica y cadencia, que permite a cada una de sus letras ensamblarse perfectamente con la melodía.
De entre su vasta producción con Aieta nos limitaremos a mencionar algunos de los tangos más conocidos, como Suerte loca, que ubica “el capital en manos del más vil”; Tus  besos fueron míos, cuyo protagonista asume la responsabilidad de su desdicha, cosa desacostumbrada en las letras de la época, 1926 (“Y yo he perdido por torpe inconstancia / la dulce dicha que tú me trajiste); el estupendo Alma en pena, con el hallazgo de esa situación en que el amante abandonado se para bajo el balcón de ella e imagina que son para él las palabras de amor dirigidas a otro (“hoy oigo que a otro promete la gloria / y cierro los ojos, y es una limosna / de amor, que recojo con mi corazón”);  Entre sueños, que aborda con solvencia poética la inversión de los dominios del sueño y de la realidad, tema caro a la literatura fantástica (“Entre sueños engañame / con la sombra que yo invoco); el magnífico Ya estamos iguales, que alcanza dimensión trágica al expresar la imposibilidad de escapar al castigo (“Se ríe la vida que cobra a la larga las malas andanzas / que aganda la herida, que rompe y amarga, que ahoga esperanzas”) y de abolir el pasado (“Creíste que habías matado el pasado de un tajo feroz / y no estaba muerto, y se alza en su tumba / te está señalando, te nombra, te acusa con toda su voz”); Mariposita, que  cuestiona los límites impuestos por la moral dominante (“Ni vos ni yo / sabemos cuál se perdió / y donde el bien, ni el mal / tuvo un día final / y otro día comenzó”) y el airoso vals Palomita blanca, con inesperadas metáforas (“Y de un viento errante somos nubarrón”).
Queremos detenernos ahora en un tema (inmerecidamente) poco conocido: se trata de La violetera.  Parecería una suerte de paráfrasis en clave tanguera del entonces muy famoso pasodoble homónimo de José Padilla, si García Jiménez no hubiera introducido una original variante. Contaba el difusor Julio Jorge Nelson (creador de los míticos ciclos radiales El éxito de cada orquesta y El bronce que sonríe, consagrado a Gardel) que éste no quería cantar el tema, por considerarlo “un tango gallego”,  pero lo convenció el mensaje social que incluía y terminó por grabarlo a fines de 1926.
A diferencia de otros con parecida anécdota, cuyo protagonista se compadece del florista callejero, pero se limita a permanecer como espectador (Acquaforte, Chiquilín de Bachín) aquí toma activa participación en el drama (“Caballeros, conmovido / desparramo el canastillo / y por ella yo les pido / que den vuelta los bolsillos / todos los que tengan compasión. / Caballeros, ¿habrá alguno / que no compre ni un ramito / al saber que cada uno / dará pan para un nenito /  y a  una madre protección?”).
En colaboración con otros músicos, García Jiménez logró también tangos memorables, como Lunes, con José Luis Padula; Farolito de papel, con T. y M. Lespés; La última cita, con Agustín Bardi; Barrio pobre, con Vicente Belvedere, y Rosicler¸ con José Basso, entre otros. Es autor, también, de los versos de la Canción del estudiante, a los que puso música el celebrado maestro Carlos Guastavino, y de la versión  en español del encantador vals Fascinación, de D. Marchetti.
A su vez, Aieta compuso tres tangos con letra de Enrique Dizeo:  Tan grande y tan sonso, Primero campaneala  y ¡Qué fenómeno!, y con versos de Santiago Adamini, nada menos que Tras cartón.
Poco después de volver a la actividad para grabar con Los Muchachos de Antes, Anselmo Aieta murió el 25 de setiembre de  1964. El 5 de marzo de 1983, un accidente de subterráneo terminó con la vida de Francisco García Jiménez. Como expresan los primeros versos de Alma en pena, “aún el tiempo no logró llevar su recuerdo”.

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