Edición impresa julio 2009
A 50 AÑOS DE SU MUERTE
Vargas, el ángel y el duende
Por Haydée Breslav
El 7 de julio se cumplieron 50 años de la muerte de Ángel Vargas. Cantor emblemático de la década de oro del tango, creó un estilo sobrio e intimis-ta que no ha podido ser imitado. Con el pianista Ángel D’Agostino con-formó una dupla que se ubica entre las mejores de la historia del género.
A los grandes cantores de tango se los menciona por el apellido. Pocas son las excepciones: constituye una de ellas Floreal Ruiz, en quien la sonoridad del nombre –que a su padre, como a tantos anarquistas, inspiró el calendario revolucionario francés– prevaleció sobre el apellido tradicional; se emplean nombre y apellido, anteponiéndoles el “don” por respeto a una trayectoria, para mentar a Hugo del Carril; y fue el propio Carlos Pérez de la Riestra quien se ocupó de que lo conocieran simple-mente como Charlo. Sólo dos cantores han sido tan queridos por el pueblo de Buenos Aires como para merecer el homenaje del diminutivo: Gardel y Vargas.
La biografía
Ángel Vargas (Angelito) nació el 22 de octubre de 1904, en el barrio de Barracas según algunos, en el de Parque Patricios, dicen otros; fue en un cine de este último barrio, cuentan, donde se inició profesionalmente con su nombre real, José Lomio.
Resulta significativa la elección de su seudónimo. Los biógrafos coinci-den en que el “Vargas” fue por el hoy olvidado escritor José María Var-gas Vila; en cuanto al “Ángel”, aseguran algunos que le fue sugerido por su madre, mientras que otros sostienen que ése era el segundo nombre del cantor. Sea como fuere, aquí parece confirmarse eso de que el nom-bre es el arquetipo de lo nombrado; o sólo en parte, pues si su canto tuvo de ángel, también tuvo de duende. Ya volveremos sobre esto.
A lo largo de la década del 30, quien ya empezaba a ser conocido como Ángel Vargas cantó con distintas orquestas, entre ellas la última que dirigió el gran Augusto Berto y la que conducía José Luis Padula (autor del conocido tango Nueve de julio). Posteriormente se incorporó definiti-vamente a la orquesta de Ángel D’Agostino, por la que había pasado brevemente en otras oportunidades.
El 13 de noviembre de 1940 marcó un punto de inflexión en la carrera del cantor: ese día grabó el primer disco del binomio D’Agostino-Vargas, con los tangos Muchacho y No aflojés. A partir de entonces, el público porteño lo consagró como uno de sus favoritos, y ya no habría de abandonarlo.
El estilo
¿Por qué gustaba, y sigue gustando, tanto? Su voz no era especialmente caudalosa, y si bien lucía un color gratísimo al oído, tampoco su regis-tro de barítono era demasiado amplio; y no venía de ninguna gran escuela. Su canto era espontáneo y sin adornos, con la única pretensión de comunicar los sentimientos más entrañables. Sin embargo, supo crear y perfeccionar un estilo sobrio e intimista, muy porteño y tan personal que nadie ha logrado siquiera imitarlo. El cantor Reynaldo Martín precisa, acerca de Vargas: “Prototipo del cantor porteño junto con Fiorentino, a diferencia de éste buscaba la resonancia vocal en la zona nasal. Su fraseo era simple, se diría que cantaba como aquellas señoras que lo hacen mientras baldean la vereda.”
Carlos Varela, otro cantor de hoy, así describe el estilo: “Dueño de una pequeña voz y de una personalidad inmensa, Ángel Vargas fue reo pero dulce, sentido pero no meloso, varonil pero no compadre, un auténtico cantor de orquesta que supo demostrar que no es necesario tener una gran voz para decir el tango, para transmitirlo…y al decir estas palabras me pregunto si el secreto está sólo en el cantor o también hay algo de la didáctica que sabían transmitir esos directores de orquesta, haciendo transferencia al cantor de los distintos formatos que había que utilizar para poder expresarse.”
Y continúa: “Me pregunto también, ¿quién o quiénes habrán sido los maestros de Ángel Vargas? ¿Los habrá tenido en sus comienzos allá por los años 30? ¿Sería Gardel una meta a seguir? ¿O Corsini? ¿Tal vez Magaldi? Cuántas dudas se me presentan a 50 años de su muerte.”
Orlando Paletta, del Círculo Amigos del Tango de Vicente López, presen-ció actuaciones de Vargas, y esto cuenta: “De gran prestancia frente al micrófono, alto, elegante, sin gesticulaciones, con apenas unos peque-ños movimientos de manos llegaba al público.”
Por su parte, Héctor Negro, en su poema Escuchando a Ángel Vargas, explica de este modo el secreto del cantor: Solamente esta vida, esta gente, / esta historia de boliches y ausencias, / de milongas y hazañas / cantadas bajo un humo de “Quema” y chimeneas, / de puchos y de en-sueño. / Solamente este insólito, irrepetible y denso / amasijo con tanto de milagro, de berretín, de juego, / transformado en secreto de lo que fue, / en memoria de lo que sigue siendo. / Solamente todo esto pudo haber generado una voz así, / darle este acento, la magia del fraseo, / esa temperatura de lo eterno que toca el corazón / y acosa lo mejor del sen-timiento.
El duende y el ángel
Digamos, simplemente, que el duende estaba allí. No estamos descu-briendo ni inventando nada: hace ya unos cuantos años, el poeta Ro-berto Laganá nos comentó que “Gardel y Vargas son los más enduen-dados”, y Roberto Selles encabezó con una cita de la célebre Teoría y juego del duende, de García Lorca, su semblanza del cantor.
Sin embargo, la dulzura de su voz –que parece cantarle especialmente a cada uno de nosotros– no guarda esos sonidos negros de los que habla el granadino; si están, han sido atenuados por el ángel que, según Lor-ca, “da luces”. Un ángel porteño y entrador, perfumado con agua florida y gambeteador de barriletes, acaso enviado por Carlitos desde “la esquina Carabelas del cielo”. Su repertorio no insiste en acentos sombríos o desesperados; en cambio, no elude la evocación, la tierna elegía. Curiosamente, no grabó ningún tema de Discépolo; los temas que cantó, ro-mánticos y nostálgicos en su mayoría, se caracterizan por la delicada emoción, la fluida sencillez, la cálida subjetividad.
O tal vez el ángel del cantor fue ese pianista apellidado D’Agostino, con quien conformó un binomio que se encuentra entre los mejores de la historia de nuestro tango; y decimos esto teniendo en cuenta las duplas que constituyeron Troilo con Florentino primero y con Marino después, Pugliese con Chanel y con Morán, Di Sarli con Podestá y con Rufino, Caló con Berón…
Interviene el cantor Reynaldo Martín: “Logró una perfecta amalgama con la orquesta de Angel D’agostino, que tocaba en una forma simple cuyo objetivo principal era el público milonguero, sin alardes armónicos y donde sólo de vez en cuando los fraseos estaban a cargo del bando-neón solista.”
Por su parte, Varela acota: “Un pibe de hoy diría, qué groso era ese Var-gas que en sólo seis años junto a la orquesta de D’Agostino transformó en unipersonal un binomio que sería inseparable a través de los tiem-pos, y que aún hoy se baila en las milongas de las barriadas de Villa Urquiza, Villa Pueyrredón, Ámsterdam o Munich…”
Durante la permanencia en la orquesta de D’Agostino, Vargas grabó 94 temas, que pueden ubicarse entre lo mejor del repertorio tanguero; se encuentran entre ellos versiones que ya son clásicas de Agua florida, Trasnochando, Ninguna, Tres esquinas, Adiós arrabal, Mano blanca, El espejo de tus ojos, Esta noche en Buenos Aires y Rondando tu esquina¸ por no citar más que algunas de las más conocidas.
En 1946 inició su etapa como solista; para ello formó su propia orquesta, en cuya dirección se sucedieron distintos músicos: Eduardo del Piano, Armando Lacava, Edelmiro D’Amario, Luis Stazo, Daniel Lomuto y José Libertella. Para entonces se había hecho famoso el apelativo “el ruiseñor de las calles porteñas”, que le había puesto el locutor Raúl Astor.
Su popularidad crecía aún más; Paletta recuerda que “también como solista tuvo un gran poder de convocatoria; en los bailes donde actuaba con su orquesta, la mayor parte del público dejaba de bailar, acercándose al escenario para verlo y escucharlo.”
Durante ese tramo de su carrera grabó 86 temas con su orquesta, ade-más de algunos notables registros con el trío de Alejandro Scarpino (au-tor del tango Canaro en París). Pertenecen a esa etapa sus celebradas versiones de Mi vieja viola y Carnaval de mi barrio, entre muchas otras.
No siempre se lo recuerda en su faceta autoral, pero es creador de va-rios interesantes temas, entre los que se destaca el delicado vals El espejo de tus ojos¸ cuya letra y música compuso junto con Mario Perini. “¡Qué me importa que se mofe / este mundo indiferente, / que al sarcasmo ruin, hiriente, / me arroje la sociedad!”
El 30 de junio de 1959 se lo internó para practicarle una intervención quirúrgica. Siete días después murió, como Magaldi, en el posoperatorio inmediato.
Muchas cosas pasaron en Buenos Aires en este medio siglo, y larga es la lista de los que partieron. También se marcharon el ángel, “volando en círculos concéntricos”, porque aborrece la violencia y la crueldad, y el duende, corrido por gerenciadores de la cultura y organizadores de eventos.
Ahora andan diciendo que es posible convocarlos, y los viejos (algunos) y los poetas (no todos) conocen el conjuro, que sólo tiene poder si quienes lo practican saben que el mundo no tiene principio y fin en ellos, ni con ellos. Parece que en el poema citado, Héctor Negro ha incluido un ensalmo; para que obre el hechizo, bastaría dejar que gire el disco y en-contrarlo así: / todo Ángel Vargas rumbo a la región donde tornamos a volver / a volar hacia adentro, hacia allá, / donde nos dieron la verdad de lo que somos, / de lo que de algún modo, vamos llegando a ser.