La orquesta del Titanic
- Por Pablo Sáez
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En mi infancia, por esas circunstancias tan personales −muchas mudanzas, muchos países, muchos etcéteras−, no fui a jugar a las plazas como los otros chicos. De allí la enorme reparación que me ofreció la vida al hacerme titiritero. En mis tiempos de aprendiz tomé un viejo mapa de la Guía Peuser y decidí recorrer todas las plazas de Buenos Aires con una sencilla obra para títeres de guante. Cada fin de semana, una diferente cada vez, me harían mejor titiritero. Pero ese es otro cuento…
La cosa es que de niño pasé horas y horas frente a la tevé viendo series y películas de Hollywood, hoy se sabe, de su época de oro. Hay una película en especial que me conmovía cada vez que la volvía a ver: El hundimiento del Titanic, primera versión blanco y negro sobre la glamorosa tragedia. Recuerdo en particular una escena: los músicos de la orquesta tocando decididos, mientras la lujosa nave se hundía.
Desde que comenzó la pandemia dejé de hacer títeres en las plazas, un vicio arraigado en el que siempre recaía. Para mí las plazas son uno de los escenarios más increíbles para dar función: gente de toda condición y todas las edades frente al retablo. Es también como viajar en el tiempo. Por un lado, como cómico ambulante de una comedia del arte trashumante, por el otro, al habitar los barrios porteños, con la dimensión de imaginarlos como los recordaban Borges o Leopoldo Marechal.
Hace más de un año dejé esa recorrida periódica para estar, como cuando niño, muchas horas frente a la pantalla otra vez. Pero ahora son encuentros por Zoom, donde doy clases a grupos o dirijo puestas en escena, con gente de toda Latinoamérica. No llegué a hacer teatro por streaming, aunque en las clases siempre aparece cierta “extensión del campo escénico”, del que tanto se habla, y ese coqueteo con el cine, al que los teatristas siempre mirábamos de lejos, desde un lugar de magos primitivos. Pero cuando la pantalla se apaga, y me encuentro solo frente al escritorio, es despertar de un sueño donde termina una función a sala llena, pero que en el apagón final desaparece el público y no hay aplausos.
¿Será por todo eso que la necesidad de reencuentro con la presencialidad −neologismo ontológico tan feo− aparece como un deseo añorado y temido? ¿Dar función con barbijo para público distante y con barbijos?, ¿enfrentar las fuerzas del orden y aclarar que no es un acto anticuarentena?, ¿alertar sobre los peligros ambientales y predicar los nuevos tiempos que deberán llegar?
No sé. Tengo una marioneta preparada para salir a la calle. Es el Abuelo Mateo, un viejo italiano que con nostalgia se duerme, y despierta para bailar la tarantela. Le fabriqué una máscara con el plástico de una botella de gaseosa. Está triste pero gracioso, y me mira desde su atril preguntando: ¿cuándo salimos?, ¿adónde vamos? Demoro la decisión y la rumio, pandémicamente, entre los números de contagios, camas disponibles y un amigo hermano que me arrancó el Covid y aún lloro.
No sé qué pensar: apocalipsis o renacimiento, si esto terminará solo cuando la humanidad respete la Pachamama; si será un control social de pocos lobos multimillonarios sobre millones de millones de ovejas cada vez más flacas; si llegarán pronto los extraterrestres a salvarnos o esclavizarnos; o si este paisaje distópico quedará instalado para siempre y los artistas seremos como troupe de la Edad Media entre la peste negra como en el Séptimo Sello de Bergman…
Todo eso pensaba, volviendo de ver a mi madre, gran costurera, tan viejita de 94, que me había dado certeros consejos para tablear una tela para un retablo, que vaya a saber cuándo podré estrenar. Y venía manejando de regreso a casa por Gaona cuando pasé por Plaza Irlanda. Y en uno de los caminos de acceso al parque, en un humilde rincón, vi sonar en vivo una magnífica orquesta de jazz con vientos y hasta un imponente contrabajo. La música llenaba de vida el aire, y el público a distancia, que disfrutaba extasiado, estalló en aplausos tras el compás final. Estacioné como pude, pero cuando llegué ya guardaban sus instrumentos. Me quedé con las ganas.
Y allí tuve la respuesta: ¡la Orquesta del Titanic!
Mientras algunos suben a los botes, en orden o desesperados, disfrazados de mujeres los cobardes, sobornando marineros los corruptos, sacrificando su vida los nobles, muriendo sin piedad los inocentes, los artistas siguen tocando, convocando, como decía Lorca, a musas, ángeles y duendes, algo tan inútil, como absolutamente necesario.
Fuente: Facebook Pablo Sáez