Atentado a CFK y violencia política
- Escrito por Victor Pais
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Por todo lo que representa CFK, por la función pública que desempeña, por la proyección política de su figura, la tremenda circunstancia a la que estuvo expuesta de manera manifiesta como todos pudimos verlo en cualquiera de los canales de noticias de la televisión es, sin duda, uno de los acontecimientos de mayor impacto de las últimas décadas de la historia de nuestro país.
Sin dejar de señalar este rasgo insoslayable que de por sí ya presupone todo intento de magnicidio, y más aún al constituir el objetivo de ese intento una mandataria que ocupa un lugar tan protagónico en el escenario de la vida política, con todo lo que eso significa en términos de adhesiones y rechazos, no podemos perder de vista que la historia de nuestro país está atravesada por un reguero de sucesos de violencia política criminal y, sobre todo, de violencia política criminal en la que el Estado es el responsable de ejecutarla. Y de ejecutarla con diversas modalidades.
Recordemos algunos hechos de las últimas y constitucionales décadas. Lo hizo de manera directa, mediante el accionar de sus fuerzas represivas como, por ejemplo, en junio de 2002, cuando, durante el gobierno de Eduardo Duhalde en el que ¿casualmente? el actual ministro de Seguridad Aníbal Fernández ejercía el cargo de secretario de la Presidencia, fueron acribillados a mansalva en una manifestación Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, dos jóvenes que integraban una agrupación de trabajadores desocupados que, para más datos, llevaba el nombre de Aníbal Verón, otro trabajador que había sido asesinado muy pocos años antes –durante la presidencia de Carlos Saúl Menem– por la represión estatal, también en circunstancia de la lucha contra la desocupación en la provincia de Salta. O, por ejemplo, los jóvenes que cayeron bajo las balas policiales en el centro porteño cuando la población en masa salió a exigir la renuncia del presidente Fernando de la Rúa en diciembre de 2001.
A su vez, a veces la violencia letal llega a través de algunos de los brazos subalternos del Estado, como ocurrió en octubre de 2010, durante la primera presidencia de CFK, cuando, en el marco de una manifestación de trabajadores tercerizados que exigían el pase a planta permanente en la Línea Roca, Mariano Ferreyra, militante del Partido Obrero, fue asesinado por barrabravas que conformaban la patota de José Ángel Pedraza, quien era el secretario general de la Unión Ferroviaria.
Y subrayamos que estos son solo algunos de los casos que resonaron más. Ejemplos, en el muy enmarañado universo de la violencia política que expande sus tentáculos por todo el país.
Claro, un intento de magnicidio representa una escalada, una apuesta mayor que se explica fundamentalmente por el avance en el grado de descomposición social y política del país que tiene como soporte material el acelerado deterioro de las condiciones de vida de amplísimos sectores de la población. Allí reside el caldo de cultivo en el cual se desarrollan las ideas y las prácticas fascistas con las que se encontraba consustanciado el atacante de CFK y no en “el discurso del odio”, ese impreciso y distorsivo concepto que instaló el oficialismo gobernante y con el que, bajo el argumento de levantar una bandera para enfrentarlo, casi todo el conglomerado institucional del peronismo se apresuró a convocar a una marcha en “defensa de la democracia”. Nada parecido sucedió, por supuesto, en las tantas veces en las que no solo se intentó, sino también se consumó el crimen de un luchador de la clase trabajadora.
Un cuidadoso recorte hace el aparato de propaganda peronista cuando define a quienes señala como apuntados por el “discurso del odio”: comunicadores y dirigentes políticos opositores que son parte del entramado de la derecha liberal y, por supuesto, los sectores del Poder Judicial que impulsan la Causa Vialidad, empezando por el fiscal que pidió una condena de doce años de prisión para CFK, a quien acusa, entre otras cosas, de una defraudación al Estado por una cifra mayor a los tres mil millones de dólares. Por el contrario, en ocasión de los crímenes contra los luchadores de la clase trabajadora provocados por personal político procedente del riñón peronista, no recordamos que hayan hablado de “discursos del odio” ni convocado a marchas.
El país se desmorona ante nuestros ojos. Pero no estamos en un callejón sin salida si cada vez una mayor masa de trabajadores, quienes representamos el 90% de la población, pudiésemos advertir la importancia de reconocernos como clase cuyos intereses son antagónicos a los de las distintas fracciones de la burguesía que nos vienen gobernando desde los albores de la nación a través de sus partidos y coaliciones, fracciones que se encuentran en una pugna cada vez más feroz, a la que nos arrastran como tropa, y que son las responsables de la descomposición política que nutre el crecimiento del fascismo. Reconocernos como clase y actuar en consecuencia con nuestras propias herramientas políticas y nuestro propio programa es el primer paso para empezar a revertir el progresivo hundimiento de la Argentina que provoca el actual régimen social, donde ni siquiera la seguridad de sus máximos referentes está garantizada.