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TRAS CARTÓN   La Paternal, Villa Mitre y aledaños
 28 de octubre de  2025

Edición impresa mayo 2011

HOMENAJE AL ESCRITOR Y AL HOMBRE

Claroscuros con Don Ernesto

Por Roberto Díaz*

Una semblanza del escritor fallecido a través del relato de un entrañable vínculo con un imprevisible y accidentado final.

La relación comienza en la década de los 60 cuando don Ernesto estaba cerca de los jóvenes poetas; recuerdo, una noche, reunidos los muchachos de la revista Barrilete, sonó el teléfono y era él: pedía le publicaran un texto en la revista que hacían “a pulmón” Roberto Santoro y sus amigos.
Desde aquellos años, esa relación, como veremos, tuvo cordialidad, producto de admiraciones mutuas, y tuvo improperios, producto de un último, fatal malentendido.
Siempre respeté y mucho la obra de don Ernesto; leí con fruición El Túnel (su novela más cercana a Roberto Arlt); más tarde, Sobre héroes y tumbas (que contiene aquel espeluznante “Informe sobre ciegos”) y Abaddón el Exterminador donde hace gala de una ilustración (que poseía con propiedad). Novela interesante, barroca, entretenida.
Sus ensayos son, siempre, escépticos, pero llenos de humanismo; sus influencias son muchas y variadas, pero hay encandilamientos por el pensamiento de Martín Buber y del rumano Ciorán (nombres nada despreciables, por otra parte).
Comenzamos una relación epistolar. Don Ernesto siempre contestó mis cartas, con pequeños, breves textos cordiales y laudatorios. “Sus admirables poemas” –por ejemplo– y yo me ufanaba, sentía que me acariciaban el corazón. Guardé, siempre, por egolatría, seguramente, pero, también, por agradecimiento, todos los mensajes, recuerdos, comentarios, palabras más o menos de aquellos que, alguna vez, se fijaron en mi poesía.
Don Ernesto recibía mis libros y don Ernesto respondía, puntillosamente, a mis envíos; era la época donde, también, se había filtrado en mis emociones epistolares nada menos que Ray Bradbury, con su galante inglés y sus frases de buen tipo, simpático y bonachón.
Cuando don Ernesto cumplió los 70 años, llevé a cabo un homenaje en el diario La Ciudad, de Avellaneda; creo haber estado a la altura de las circunstancias porque me lo agradeció, efusivamente, entusiasmado, tal vez, de que alguien hubiese leído con tanta intensidad su obra narrativa.
Después, los trágicos episodios de las Islas Malvinas, el advenimiento de la democracia, su actuación realmente plausible y cívica con su trabajo en la Conadep. Don Ernesto recogía glorias tan o más perdurables que aquellas que había recogido trabajando para los Curie, como un físico-matemático de renombre.
Y por último, aquel patético desencuentro, donde salí agredido e injuriado sin tener arte ni parte. Lo cuento con dolor: durante el gobierno de la Alianza, decidieron realizar en el Teatro Roma de Avellaneda un acto donde don Ernesto hablaría sobre derechos humanos. Al diario La Ciudad no se le ocurrió mejor idea que enmarcar aquella nota que yo había escrito años atrás, para que se la obsequiara a don Ernesto antes de su charla.
Así fue. Abrazos, fotos (para poner al otro día en la primera del diario) y yo entregando el cuadro-homenaje. El intendente, sonriente, don Ernesto y yo.
Todo perfecto. Comenzó la charla y, como fiel admirador suyo, me senté en una butaca, apenas anónimo, uno más del público.
Cuando terminó su exposición (brillante, por cierto) comenzamos a abandonar el teatro, yo más inocente que una libélula…
  Pero hete aquí que una periodista del diario, muy “desinhibida” por cierto, le había arrebatado los papeles a don Ernesto para sacar fotocopia de la charla. ¿Se imaginan a las diez de la noche, en Avellaneda, encontrar una casa abierta de fotocopias?
Cuando llegué a las puertas del teatro me esperaba don Ernesto para reprocharme el proceder de esta muchacha. Juro que no sabía de qué me hablaba. Pero asumí la responsabilidad. Ni siquiera abrí el paraguas; aguanté el chubasco a pie firme mientras la iracundia de don Ernesto subía muchos, muchos decibeles. Todo Avellaneda escuchaba la filípica de este Catón malhumorado. Allá, a las perdidas, apareció la muchacha con sus fotocopias; don Ernesto se las arrebató de las manos y se fue hacia el remís que lo esperaba, insultando como un “barrabrava” de Defensores de Santos Lugares.
Yo conocí el genio irascible de don Ernesto, que tenía razón en su bronca, pero no era yo, ni por las tapas, el culpable de ese “abuso de confianza”.
Nunca más vi a don Ernesto; no sé si aquel cuadro con mi nota, barnizado para la perpetuidad, llegó a su casa o lo arrojó por el camino. No lo sé.
Quedó en la primera página del diario mi abrazo auténtico con él, mi sonrisa que era legítima y de emoción, mi minuto de gloria al lado de un hombre que fue notable y enorgulleció a las letras argentinas.
Don Ernesto: espero que, donde esté, haya perdonado a este humilde colega que, siempre, se sintió su admirador; las cosas de los hombres suelen tener estos equívocos, estos tontos desencuentros.
  ¡Descanse en paz!   

 

*Escritor, poeta, periodista y  autor de canciones

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