Edición impresa enero 2011
EDITORIAL
Laberintos

Por Víctor Pais
Los sucesos del Parque Indoamericano son un indicio de que diciembre de 2001 continúa latente, de que cualquier chispa puede incendiar la pradera.
Que tantas familias hayan necesitado y logrado ponerse de acuerdo para esta acción a través de la cual denunciaron las condiciones de hacinamiento y precariedad en que viven tanto ellas como muchísimas otras en diferentes zonas urbanizadas del país no sólo habla de la insensibilidad en materia de políticas sociales del Gobierno de la Ciudad sino también de los límites de la política asistencialista y del modelo que impulsa el Gobierno nacional.Para fortuna de ambos, en sus respectivos y complementarios roles de defensores del statu quo, el escollo más duro que encontró esta ocupación testimonial del predio, protagonizada en un alto porcentaje por oriundos de países limítrofes, no fueron, a pesar de que tuvieron la oportunidad de mostrar una vez más su brutalidad asesina, las fuerzas policiales de ambas reparticiones –Nación y ciudad– sino los también humildes, aunque un poco menos, vecinos de las zonas colindantes, quienes manifestaron una exacerbada hostilidad, inspirada en un sentimiento cuasi xenófobo, descaradamente fogoneado por algunos grandes medios fascistoides.
El trabajo, el verdadero trabajo, no es un curro, como suele decirse en tono de broma y muy livianamente, por el hecho de que constituye una manera de generar ingresos. A quien genera tanto ganancia para otros como riqueza para el país donde desarrolla su actividad –y esto apenas le deja como rédito unos pocos pesos para mal alimentar a su familia– resulta un tanto infame tildarlo de vago y, más aún, de ladrón o de narco. Por eso, cuidado con que el árbol no nos deje ver el bosque, pues la amplia mayoría de los que llevaron su carpa a ese terreno abandonado a la buena de Dios pertenecía a la categoría de trabajador.
Desde el nacimiento de la Argentina, los más lúcidos pensadores que tuvimos han advertido sobre los problemas que se derivan de la circunstancia demográfica que nos caracteriza: la de ser un país escasa y desigualmente poblado. Con el paso de las décadas y el crecimiento poblacional se ha atenuado la primera de las falencias pero la segunda se ha agravado hasta tal punto que aquellos prohombres no hubieran podido siquiera imaginar. Por eso resulta obsceno tanto el gesto de Macri, aspirante a presidente de la Nación, de desentenderse del problema habitacional de la ciudad alegando que se trata de un problema del país (lo que es parcialmente cierto y justamente por eso no debería desentenderse) y preocupado tan sólo en complacer a los legales vecinos que se sienten invadidos por la “turba extranjera”, como escuchar a Aníbal Fernández, en el momento en que el Gobierno nacional decide tomar parte en el asunto con propuestas políticas cuando la crisis ya había adquirido envergadura y después de que se produjeron tres muertes, hacer la salvedad de que, como la jurisdicción no les compete, el gobierno que integra interviene pero como “convidado de piedra”.
Grandes extensiones de tierra sin habitantes tiene la Argentina y una ciudad como Buenos Aires cada vez más cerca del colapso. La solución es complicada porque requiere un profundo cambio cultural de cómo construimos sociedad y de cómo construimos gobiernos. Con una mirada corta, puede parecer un callejón sin salida. Pero si buscamos la manera de reducir lo complejo a lo simple, otro sería el cantar. Por eso nos gusta esta frase de Leopoldo Marechal: “De todo laberinto se sale por arriba”.

