“Y sé que mi viejo son miles de viejos”
- Por Haydée Breslav
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En vísperas de celebrarse el Día del Padre, presentamos este trabajo que reúne varios tangos que tienen a la figura paterna como protagonista y constituyen además valiosos testimonios de sus respectivas épocas.
Empezaremos esta reseña con dos tangos, que se caracterizan porque sus respectivos protagonistas son padres muy felices y orgullosos de serlo. El primero es Prisionero, de la célebre dupla autoral conformada por el músico Anselmo Aieta y el poeta Francisco García Jiménez, y fue grabado por Carlos Gardel el 12 de septiembre de 1929.
Héctor Negro escribió en Tras Cartón que este tango “presenta un tema singular en el enfoque de un ex milonguero y farrista, que definitivamente ganado por su vida familiar les dice francamente a sus viejos amigos cuál es su elección”. (“Sigan de largo por mi puerta, / que ya no estoy alerta / ni espero a la barra… Algo más lindo que la calle, / que el trago y que los bailes / de adentro me agarra”). Para Negro se trata de “un soplo de aire fresco ante tanto tema dedicado a la noche milonguera, al cabaret y sus personajes y otros de reminiscencias malevas”.
El segundo es Calor de hogar, de Jesús Fernández Blanco, con música de Eugenio Carrere, grabado por Gardel el 11 de diciembre de 1929. Aquí el protagonista es un hombre que, junto a su esposa, prevé la próxima partida de los hijos, ya crecidos, del hogar paterno, y presiente la secuela de soledad y tristeza que hoy se conoce como síndrome del nido vacío. (“¡Cómo han crecido! Ya tienen alas, / pronto su nido querrán hacer, / y solos, vieja, nos quedaremos, / solos y tristes con la vejez”).
Pero se consuela con reflexiones sencillas que acaso no lo sean tanto, porque lo que esas rimas en apariencia elementales expresan es una noción intuitiva, pero confiada y segura, del sentido de la vida, de esa vida cuyo ciclo empezó cuando, como diría Ítalo Calvino, los dos primeros por primera vez murieron y el tercero por primera vez nació: “Pero nuevas primaveras / han de dar flores de amor / y vendrán los nietecitos / a curar nuestro dolor. / Con sus risas y sus cantos / nuestra vida alegrarán / y después... después, mi vieja... / nuestros ojos cerrarán”.
En la milonga Si es mujer ponele Rosa, con letra y música de Leopoldo Díaz Vélez, popularizada por la impecable versión de Ángel Vargas, el sentimiento de un hombre que va a ser padre es alegre y festivo (“Contento me hizo saber / que iba a ser pronto papá, / que era cuestión de unos días, / y fue tanta la alegría / que hasta tomamos de más”).
Los tres tangos que siguen, en cambio, cuentan dolientes historias protagonizadas por sendos viejos, dos criollos y un inmigrante italiano.
De acuerdo con el orden de grabación, el primero es Talán, talán, con letra de Alberto Vaccarezza y música de Enrique Delfino, que Gardel registró acústicamente en 1924. Fiel a su extracción teatral, el autor estructura este tango como un drama cuya acción se desarrolla en la calle Tucumán, cuando era mano hacia el bajo, y por donde circula un tranvía rumbo al puerto, a esa hora de la madrugada en la que se hace impreciso el límite entre el sueño y la vigilia y en la calle los trabajadores que van se cruzan con “los calaveras y milongueras” que vienen. En el tranvía viaja don Juan, un viejo criollo que trabaja como estibador desde hace treinta años, y que “está muy triste / desde aquel día / que su hija mala / dejó el hogar / siguiendo el paso de aquel canalla”.
En este tango, a diferencia de la mayoría, el conflicto estalla en la primera bis. El tranvía sigue su recorrido cuando, de pronto, lo improbable ocurre: “Pero al llegar cerca 'el bajo / un auto abierto se ve cruzar / en el que vuelve la desdichada / medio dopada de humo y champán”.
El drama alcanza su clímax, que dura menos de un minuto: “El pobre viejo / la reconoce / y del tranvía / se va a largar / pero hay amigos / que lo contienen / y el auto corre... / no se ve más”.
Gardel grabó Giuseppe, el zapatero, que tiene letra y música de Guillermo del Ciancio, el 1° de diciembre de 1930. Oscar García lo definió como uno de los muchos tangos inspirados por la inmigración, con la particularidad de que, al igual que en el paradigmático poema Los bueyes, de Carlos de la Púa, la ingratitud filial ahonda el dolor de la ausencia.
Los versos cuentan la historia del inmigrante que costea a fuerza de sacrificios los estudios universitarios de su hijo, quien, una vez obtenido el codiciado título, lo aprovecha para trepar por la escala social y reniega de sus humildes orígenes.
Como bien señala Oscar, “en la primera parte la letra dibuja la parábola que describe el sueño del padre (‘É tique, tuque, taque / se pasa todo el día / Giuseppe el zapatero / alegre remendón, / masticando el toscano / per far la economía, / pues quiere que su hijo / estudie de doctor’), hasta llegar a la culminación en la segunda (‘Don Giuseppe está contento / ha dejado la trincheta, / el hijo se recibió. / Con el dinero juntado / ha puesto chapa en la puerta, / el vestíbulo arreglado, / consultorio con confort’) y caer en la decepción en la primera bis (‘É tique, tuque, taque, / don Giuseppe trabaja. / Hace ya una semana / el hijo se casó, / la novia tiene estancia / y dicen que es muy rica, / el hijo necesita / hacerse posición’”).
Oscar subraya que “al tema del hijo doctor, tratado magistralmente por Florencio Sánchez, se agrega la condición de inmigrante del padre, que aquí no es chacarero sino zapatero”, y se pregunta “si, en el clásico análisis del texto de Sánchez, el hijo representaba a la moral urbana en contraposición a la campesina, ¿qué moral representa el hijo de Giuseppe? ¿Tal vez la de aquellos intelectuales que desvalorizan al trabajador?” En ese sentido advierte que “la chapa, vano símbolo de status, se opone a la sencilla trincheta: ¿el bronce contra el acero?”
“Lo que no podría adivinar Giuseppe”, concluye Oscar, “es que mucho después, los nietos de su hijo, desalentados por la falta de objetivos, dejarían nuestro país para repetir en otro tiempo y en otro espacio este periplo de añoranzas y abandonos”.
Por lo que sabemos, en ningún otro tango la figura paterna alcanza la hondura y la tragicidad del viejo paisano de Dios te salve, m’hijo. Se trata de un poema del legendario payador anarquista Luis Acosta García, sobre el que Agustín Magaldi compuso la música y grabó el 11 de mayo de 1933. En la primera parte, un par de brochazos nos presentan una campaña electoral en un pequeño pueblo cualquiera (“el pueblito estaba lleno / de personas forasteras / los caudillos desplegaban / lo más rudo de su acción / arengando a los paisanos a ganar las elecciones”). En seguida, la anécdota, terrible en su concisión, denuncia la farsa electoral de la época, la clase a cuyos intereses servía, los brutales métodos que empleaba y la impunidad de que gozaba (“Al momento que cruzaban desfilando los contrarios / un paisano gritó ¡viva! y al caudillo mencionó / y los otros respondieron sepultando sus puñales / en el cuerpo valeroso del paisano que gritó”).
Mucho debía ser el miedo que inspiraban las patotas electorales, pues nadie reacciona ni mucho menos acude en ayuda del que se animó a gritar. Pero en la segunda parte aparece el verdadero héroe de esta historia, un viejito que “goteando lagrimones, entre dientes murmuró: “¡Pobre m’hijo, quién diría que por noble y por valiente / pagaría con su vida el sostén de una opinión!”. No puede evitar reprenderlo dulcemente, y le repite un consejo que después de casi 90 años muchos argentinos, cada vez más convencidos, aprendimos a seguir (“Por no hacerme caso, m’hijo, se lo dije tantas veces / no haga juicio a los discursos del doctor ni del patrón”).
En la primera bis, el padre le anuncia al hijo que cumplirá literalmente la espantosa tarea que subvierte el orden natural y ofende al cielo: “Yo viá´ dir al camposanto y a la par de su agüelita / con su daga y con mis uñas una fosa voy a abrir”. ¡Cuánta entereza, cuánto coraje callado guarda el alma del viejo criollo!
Queremos cerrar esta reseña con un tango de ese gran poeta que fue Roberto Díaz, con música de uno de los últimos cantores prestigiosos, Reynaldo Martín; se titula Por los viejos.
En la primera parte, el poeta describe al padre con tiernas metáforas (“su voz es el tiempo que pasa, / sus manos, la casa / que ayer levantó”), para evocarlo después a través de las cosas que señalaron su pobreza y su conducta (“Me conmueven su traje gastado / y ese pan honrado / que no claudicó”).
En la segunda parte nos dice algo que todos sabemos y compartimos: “Y sé que mi viejo / son miles de viejos, / un río invencible / forjado a sudor”. Pero no conviene avivar esos recuerdos, pues se agigantan y nos cuestionan; así, la primera bis es una amarga autocrítica y un pedido de perdón por habernos quedado sin tiempo, sin corazón y sin fe. (“Me parece que vuelven los viejos, / que frente a su espejo / les pido perdón. / Sí. Perdón por lo poco que hicimos, / por lo que destruimos en la cerrazón. / Y perdón por el tiempo gastado, / por haber rifado sin fe el corazón”).