El diablo siempre estuvo entre nosotros
- Por Haydée Breslav
- Tamaño disminuir el tamaño de la fuente aumentar tamaño de la fuente
Es sabido que el diablo existe, y está en cada uno de nosotros. El hecho nos parece tan natural que ni siquiera pensamos mucho en él, y desde luego –salvo en circunstancias o en sensibilidades especiales– no nos quita el sueño.
Sí nos resulta perturbador, por el contrario, que el príncipe del mal pueda encarnarse en el vecino de al lado, sobre todo si se trata de un viejo jubilado, hombre de familia, buen padre y mejor abuelo, respetado y apreciado en la comunidad, que asiste regularmente a la iglesia y a quien no se le conocen vicios.
Esto es lo que plantea El diablo de al lado, documental de Netflix dirigido por los israelíes Daniel Sivan y Yossi Bloch y que consta de cinco episodios: en el primero de los cuales, titulado precisamente El diablo vive en Cleveland, se cuenta que el inmigrante ucraniano John Demjanjuk, operario jubilado de la Ford Motors, residente en los tranquilos suburbios de esa ciudad y nacionalizado norteamericano, es acusado por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos de ser en realidad el más sádico de los guardias del campo de exterminio nazi de Treblinka, Polonia, donde su complacencia en torturar, mutilar y asesinar judíos le había ganado el apodo de Iván el Terrible. En consecuencia, Demjanjuk es extraditado a Israel para ser juzgado.
Los siguientes tres episodios narran los distintos acaeceres de ese juicio, las circunstancias que lo rodearon y los hechos que ocurrieron después, para lo cual los directores exhiben un material documental excepcional, que incluye filmaciones hasta ahora inéditas de los campos de exterminio polacos, desgarradores testimonios de sobrevivientes y entrevistas a jueces y abogados de un proceso en el que se trataba de probar si Demjanjuk era efectivamente Iván el Terrible, cosa que el acusado siempre negó.
En nuestra opinión, uno de los mayores aciertos de los directores ha sido contar esa historia como si fuera la trama de un thriller en el que la culpabilidad o inocencia del protagonista son las opciones del enigma a descifrar.
Así, a pesar de su extensión y complejidad, el relato no presenta incoherencias ni cabos sueltos y se desarrolla a un ritmo y con una tensión tan intensos y constantes que parecen continuadores del mejor cine negro; además, como en las series cinematográficas de los años 20 y 30 de la Republic, los pasajes más dramáticos e intrigantes se ubican al final de cada episodio, de modo de mantener en vilo la atención del espectador.
A lo largo de los episodios, desfilan ante ese espectador, mostrados sin desbordes, énfasis ni estridencias, los peores aspectos de la condición humana, desde el miedo y el odio primigenios hasta formas más recientes como el ansia mediática y la cobardía enmascarada tras el nombre de corrección política, pasando por las tradicionales: el engaño, el cinismo y la crueldad. Y a las miserias éticas se suman las físicas: debilidad, enfermedad y decrepitud.
Puestos a establecer similitudes con el cine negro, encontramos en el protagonista esa ambigüedad propia de personajes como el Philip Raven encarnado por Alan Ladd en This gun for hire, de Frank Tuttle, o el Dixon Steele personificado por Humphrey Bogart en En un lugar solitario, de Nicholas Ray, o el Harry Lime interpretado por Orson Welles en El tercer hombre, de Carol Reed.
Precisamente Welles, en 1948, dirigió y protagonizó The stranger, cuyo guion, atribuido a John Huston, ubica a un criminal de guerra nazi oculto en el pequeño pueblo de Harper, Connecticut, donde lleva una vida normal, se desempeña como profesor de historia y está próximo a casarse con la hija de un magistrado local.
Muchos descalificaron a la historia por inverosímil; no lo pareció tanto en 1960, cuando miembros del Mossad encontraron y capturaron a Adolf Eichmann, que residía tranquilamente en nuestro país, donde también habían obtenido refugio y amparo, entre otros criminales de guerra nazis, Josef Mengele, Erich Priebke, Walter Kutschmann y Ante Pavelic.
Al año siguiente, Stanley Kramer filmó Juicio en Nuremberg, donde el diálogo final entre el juez Dan Haywood y el abogado Hans Rolfe (encarnados, respectivamente, por el gran Spencer Tracy y Maximilian Schell) anticipa, en cierto modo, el último episodio de El diablo de al lado, titulado justamente La vuelta de tuerca final, que resuelve y contiene toda la historia, y en el que los demás episodios convergen y terminan por ensamblarse como las teselas de un mosaico para formar una imagen sórdidamente realista. Un final que no tiene nada de grandioso, y que por verdadero e irremediable no resulta menos desolador.
Porque lo cierto es que en un espacio y tiempo determinados un sector de la humanidad concibió, elaboró y puso en práctica un sistema para torturar y asesinar a otro sector, y gran parte de esos crímenes quedaron impunes merced a la complicidad, la conveniencia política, a la negación, al olvido o simplemente al paso del tiempo.
Acaso nos ayude recordar que en la Argentina hubo un presidente que en 1983 ordenó que, por primera vez en la historia mundial, los aún poderosos autores de crímenes de lesa humanidad fueran juzgados en el país en que los cometieron, por jueces del país y según las leyes vigentes en el país. Y mal que le pese al diablo, esto también es cierto.