El cine negro de Mario Soffici
- Por Haydée Breslav
- Tamaño disminuir el tamaño de la fuente aumentar tamaño de la fuente
A 40 años de su muerte, ocurrida el 10 de mayo de 1977, recordamos en una de sus facetas al director cinematográfico Mario Soffici, quien filmó algunas de las mejores películas del cine argentino.
“Un director debe crear dentro de sí la comedia o el drama, y luego transmitirlos a través de la cámara y la fotografía”. Así definió a su métier quien, como tantos otros representantes de nuestra cultura, nació en Europa, más concretamente en Florencia, Italia, el 14 de mayo de 1900; a los nueve años llegó al país, junto con su familia.
El primer largometraje que dirigió, El alma del bandoneón, se estrenó en 1934. En su opinión “era una cursilería” y le “parecía terrible”, pero después pensó que “de alguna manera había que aprender”. A partir de allí desarrolló una filmografía que reúne otros 39 títulos; si bien algunos están considerados entre los mejores del cine nacional, otros son melodramas efectistas y comedias intrascendentes. A propósito de esto escribió el crítico Calki (Raimundo Calcagno): “Si su extensa carrera ofrece altibajos, en todo momento sobresale la personalidad de un luchador que se busca a sí mismo, se trabaja espiritualmente sin descanso, y sirve al cine con una ejemplar dignidad”.
Los límites de este trabajo nos impiden referirnos a toda, ni a buena parte, de esa filmografía; nos concentraremos entonces en un segmento poco transitado, el que Soffici dedicó al cine negro.
Este, como se sabe, es un género que floreció entre fines de las décadas del 30 y del 50, gracias a la contribución de los cineastas europeos que llegaron a Estados Unidos huyendo de la persecución nazi y aportaron, entre otras cosas, el expresionismo alemán y el montaje soviético, y al de directores locales que empleaban con maestría el ritmo vibrante y el dinamismo propios del cine norteamericano. A esa feliz conjunción se sumaron el alto grado de desarrollo que en cuanto a calidad había alcanzado la industria y la eclosión, en literatura, del género policial negro (hard boiled fiction), con autores como Dashiel Hammett, Raymond Chandler y James M. Cain. Fue así como el cine negro se consolidó como una de las cumbres más altas del cine de todos los tiempos.
En cierta oportunidad, Soffici dijo que entre sus tres peores películas estaban Despertar a la vida, La secta del trébol y El hombre que debía una muerte. Nadie ignora que el autor no es el mejor juez de su obra: si bien el primero de esos films desafía la tolerancia del espectador, los otras dos constituyen dignas expresiones de cine negro.
Como corresponde al género, El hombre que debía una muerte (1954) cuenta con una trama coherente e intensa y un ritmo narrativo ágil, que hacen que el film se vea con interés. El tema es uno de los más comunes del cine negro (una pareja de amantes malditos pretende asesinar, por dinero, a un cónyuge molesto) y dio lugar a algunas de las mejores expresiones del género, como Double indemnity (estrenada entre nosotros como Pacto de sangre), de Billy Wilder, y El cartero llama dos veces, de Tay Garnett.
Acaso el punto más flojo del film sea la actuación del amaderado Carlos Cores, quien está lejos de irradiar el sombrío atractivo que debería caracterizar a su personaje. En cambio, Amelia Bence logra transmitir plenamente el tránsito de la protagonista desde el enamoramiento hasta la sospecha y el terror.
La película contiene pasajes filmados según los más estrictos cánones del género, como el de la policía que espera a los delincuentes en la cercanía del río, y la posterior persecución. Y en lo que a la policía precisamente se refiere, en la ficción de 1954 los funcionarios de esa fuerza encaran y resuelven un presunto suicidio con más sagacidad, inteligencia, premura y eficacia que la mostrada en la realidad de hace dos años por la fiscal Viviana Fein y sus colaboradores.
En cuanto a La secta del trébol (1947), se trata de un curioso film que, a pesar de la trama, previsible a fuerza de simplicidad, ofrece varios elementos dignos de mención. Por empezar, aquí Soffici rinde expreso homenaje al cine negro, pues en una de las escenas iniciales ubica al protagonista (Pedro López Lagar) frente a un cine que ostenta sendos afiches de dos obras maestras del género: La mujer del cuadro, de Fritz Lang, y la nombrada Pacto de sangre.
El film ofrece otros guiños, como la parodia de una pareja de supuestos lectores del pensamiento muy en boga en la época; dicho sea de paso, el truco está revelado en la película Nightmare alley (El callejón de las almas perdidas), otro exponente del cine negro dirigido por Samuel Goulding. Pero el sentido de varios de esos guiños se ha perdido: setenta años no son poca cosa. Cabe imaginar, guardando las correspondientes distancias, que la secta china que da título al film podría estar inspirada en el cuento La secta del loto blanco, incluida en la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, o acaso en la misma narrativa borgeana.
Por otra parte la película, más allá de la debilidad de la trama, intenta encuadrarse dentro de los cánones del cine negro, con el empleo del flashback y la inclusión de la mujer fatal que, como corresponde, es una hermosa estrella de cabaret encarnada en esta oportunidad por Amelita Vargas; y, a favor de la notable fotografía de Mario Pagés, con sus dramáticos juegos de atenuadas luces y marcadas sombras, lo logra plenamente en la secuencia de la persecución que culmina con la pelea cuerpo a cuerpo entre López Lagar y Santiago Gómez Cou, cuya actuación constituye otro de los puntos a rescatar.
Pero lo que este tiene de más original y de, como se dice ahora, transgresor, es la abierta sátira contra la policía. No conocemos otra película que fustigue tan clara y directamente la violencia y la estupidez de métodos y funcionarios policiales (en el cine negro estos últimos pueden ser crueles y corruptos, pero nunca tontos). Tampoco sabemos cómo logró sortear la férrea censura de la época este diálogo entre el subcomisario y un subordinado:
–A ver, tráigame los elementos eléctricos.
–Señor, ese procedimiento está prohibido.
–Allá, pero aquí no. Usted hace lo que le ordeno y se acabó.
Claro que el elemento eléctrico en cuestión no es, como el espectador ya supuso, la picana, sino un potente reflector a cuya luz se expone al sospechoso, no dejándolo dormir hasta que confiese.
Finalmente, el desenlace propone una vuelta de tuerca que no por adivinada deja de ser burdamente cínica.
Por otra parte, Soffici estimaba que sus tres mejores películas eran Prisioneros de la tierra, Tres hombres del río y Viento norte. No mencionó a aquella que, para muchos, no solamente es la mejor de su producción sino de la historia del cine argentino: nos referimos a Rosaura a las diez, versión de la novela homónima de Marco Denevi, filmada en 1958. El film recibió el primer premio del Instituto Nacional de Cinematografía a la mejor película, y representó al país en el Festival Internacional de Cannes.
El primero de los méritos de Rosaura a las diez es el guión que sobre el excelente texto original hicieron conjuntamente el autor y Soffici. Del mismo modo que en la novela, la trama del film está estructurada según cada una de las visiones que distintos personajes tienen de los hechos, y que confluyen en un desenlace tan imprevisible como definitivo. (Aclaremos que esos personajes, que en la novela son cinco, fueron reducidos a cuatro en la adaptación). Algunos críticos han creído advertir la influencia de Rashomon, de Akira Kurosawa, pero el propio Denevi explicó que se había inspirado en el procedimiento (elogiado por Borges) que en el siglo XIX utilizó William Wilkie Collins en su novela La piedra lunar.
Con notable fluidez, Soffici logra que el film adopte distintas formas estilísticas para adaptarse a cada uno de los puntos de vista de los cuatro personajes: así, se hace melodrama costumbrista para describir la simplista y entrometida visión de la dueña de la pensión, drama pasional según la versión del celoso y despechado Reguel, íntima confidencia para expresar la torturada sensibilidad de Camilo; y, para traducir el sórdido relato de Rosaura, que contiene y complementa a los otros tres, despeja la intriga y rubrica el desenlace, Soffici elige, como no podía ser de otra manera, un robusto e impiadoso cine negro que hasta incluye una escena muy similar a una célebre imagen de Laura, de Otto Preminger.
Por lo que hace a la técnica, los especialistas coinciden en señalar que al principio del film Soffici se vale de los recursos más clásicos, pero a medida que la trama gana en tensión e intensidad recurre a los propios del mejor cine negro, como las tomas cenitales, los claroscuros y los contrapicados.
Y con respecto a las actuaciones, han sido suma y justamente elogiadas las de Juan Verdaguer, Susana Campos y María Luisa Robledo en los papeles protagónicos de Camilo, Rosaura y doña Milagros. Ambas actrices recibieron los premios Cóndor de Plata, otorgados por la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina, a la mejor actriz y a la mejor actriz de reparto, respectivamente. También merecen mencionarse Amalia Bernabé y Nelly Beltrán, en sus respectivas interpretaciones de la señorita Eufrasia y de la Gorda. En cuanto a Verdaguer, ese fue su primer papel dramático, pues hasta entonces solo era conocido como exitoso monologuista de teatro de revistas.
Otras películas de Soffici incluyen secuencias de cine negro, como la del robo al banco de Pasó en mi barrio (1952) que hubiera sido antológica de no haber sido arruinada por el primer plano del delincuente que se desploma y muere diciendo “mamá”. Y la escena del carnaval de Barrio gris (1955) remite a la persecución en medio de la fiesta callejera de Soborno (The bribe), de Robert Z. Leonard.