Veinte años no es nada
- Por Haydée Breslav
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A pocas horas de cumplirse 20 años del estallido social de diciembre de 2001, reproducimos la cobertura que realizamos entonces y que publicamos en nuestra edición gráfica de enero de 2002 con el título de “…Y se vino el estallido”. Un trabajo que reflejó los hechos desde cómo se fueron desarrollando en nuestra barriada hasta su culminación en el centro de la ciudad.
…Y se vino el estallido
“Siempre hay un antes que te hace ser espontáneo y salir a la calle. Hay un resentimiento o una enculadura anterior, y cuando la gente estalla, no la pueden parar”. Estas reflexiones expresadas por Juan Carlos Cena en la entrevista publicada en Tras Cartón en julio de 2000 bien podrían aplicarse al estado de ánimo del pueblo que ganó las calles en las históricas jornadas del 19 y el 20 de diciembre últimos. Sobre la base de la observación directa de los hechos en los lugares en que se produjeron y de los testimonios de seis de sus protagonistas, elaboramos el siguiente informe.
Antecedentes
El 13 de diciembre último, coincidentemente con el paro dispuesto por las centrales obreras, comerciantes de la avenida San Martín se reunieron en autoconvocatoria.
Edith Andújar Vidal, pensionada que participó redactando y repartiendo volantes, relata: “Se hicieron dos cacerolazos, uno a la mañana y otro a la noche. Cuando vi que la gente salía sentí que habíamos despertado: yo siempre decía que no era necesario ir a Plaza de Mayo, si salíamos a la puerta de calle llenábamos el país”.
Esa misma noche se decidió una nueva convocatoria para la semana siguiente: “El 19 estuve todo el día haciendo trámites. Sabía que a las 20 habían convocado a un nuevo cacerolazo en Juan B. Justo y avenida San Martín; cuando bajé del colectivo el florista que está al lado de Coto me dijo: ‘se suspendió, hay estado de sitio’. Entonces me fui para casa”, señala Edith.
Julio Leibowicz, histórico militante comunista de La Paternal, precisa: “Temíamos que no se iban a convocar, porque justo se había decretado el estado de sitio, pero de cualquier manera decidimos ir igual. Fuimos a avisar al Partido Obrero y nos dijeron que también iban a ir”.
Respondieron a la convocatoria unas trescientas personas, que marcharon por San Martín hasta su intersección con la avenida Donato Álvarez, donde participaron de una asamblea en la que se decidió concentrarse al mediodía siguiente para marchar hasta el Congreso. Finalmente, algunos se dirigieron una vez más hacia Juan B. Justo, otros se retiraron.
El detonante
Pero la pieza oratoria de cuatro minutos pergeñada por Antonio de la Rúa pareció ser el detonante de un acontecimiento de trascendencia mayor. Guillermo Calvo, director del Centro de Educación No Formal de La Paternal, apunta: “Creo que el discurso presidencial fue sin duda un detonante, pero ni siquiera sé si fueron las palabras ‘estado de sitio’. La gente llegó a un límite donde debe haber habido mucha mezcla de sensaciones”. Y Edith observa: “Ya había habido cacerolazos, por lo menos aquí y en otros lugares, pero el discurso fue como si nos tomaran el pelo; lo que noté es que mucha gente preguntaba qué era el estado de sitio”.
Cacerolazo
Golpes contra cacerolas y tachos, palmoteos, bocinazos y fogatas fueron los medios elegidos por la ciudadanía para expresar una protesta identificada por cánticos alusivos a la ascendencia materna de los entonces presidente de la Nación y ministro de Economía, y consignas contrarias al estado de sitio. Daniel Hofferle, dueño de una librería de la avenida San Martín, recuerda: “Completamente ausentes de la realidad nacional, en una cena, con mi familia salimos y nos enteramos del cacerolazo, que no sabíamos por qué era; había hablado De la Rúa y no lo habíamos escuchado. Fuimos a buscar nuestros respectivos tachos y marchamos hacia el Cid: ahí estuvimos hasta las dos de la mañana”.
Guillermo precisa: “Yo estaba baldeando el patio, me invitaron a participar y ahí empezó la historia. De entrada, no éramos más que siete, ocho o quince: había un grupito en la esquina de Coto y otro frente a Torino. Cuando bajaron a cortar la calle serían veinte o veinticinco, con toda la furia. Después se fue sumando gente, era como que se iban animando, fue sucediendo de a poco”.
Carlos Fradkin, arquitecto de Villa del Parque, cuenta: “Empezamos a cacerolear en el balcón de casa, con mi señora, mi hija y su novio, mi otra hija... En ese momento dije ‘vamos a Jonte y Nazca’; bajé yo primero, fui hasta esa esquina y éramos muy poquitos. Empezamos a darles a las cacerolas; yo no había llevado y le daba a las palmas. A la media hora ya nos habíamos juntado arriba de cien personas, y a la hora y pico habíamos conformado un grupo de bastante más de quinientas”.
Edith refiere: “No me acuerdo a qué hora sentí como que alguien estuviera tocando cacerolas; me asomé y no vi nada por Juan B. Justo. Después del discurso volví a sentir ruidos; entonces una vecina me dijo: ‘parece que se está juntando la gente’. ‘Voy para allí’, le contesté, y participé del cacerolazo, que fue muy grande; llegamos caminando hasta el Cid Campeador”.
“Volvería a salir”
En el Cid Campeador encontramos a Susana Bosco, directora del Centro de Gestión y Participación Nº 11.
Días después, en la tranquilidad de su despacho, nos confió que había vivido los acontecimientos “con profunda tristeza”. Y explicó: “Ustedes saben que yo soy radical, y me sentí muy apenada porque la que había salido a la calle era la misma gente que había votado al gobierno nacional, y mucho más herida por formar parte de ese partido. Yo sigo estando con la gente, y volvería a salir, porque creo que este país debe cambiar profundamente en lo cultural, y no hablo del teatro Colón o de una cancha de fútbol; cuando me refiero a la cultura quiero decir que no tendría que haber habido desmanes, porque eso es lo que hace a un pueblo culto. Vos podés protestar y reclamar, pero lo que no debés hacer es perjudicar a los otros. Este es el concepto que tengo de lo sucedido, sigo sintiendo mucha pena porque pertenezco a un partido político, pero yo no sigo a hombres sino que persigo ideales, y los veo destruidos, por el piso, y ya no sé dónde estoy parada ideológicamente”.
La espontaneidad
Los distintos testimonios concuerdan en destacar la espontaneidad y la magnitud del movimiento: “Fue una cosa muy espontánea”, indica Julio. “Salieron de todos lados: primero fueron vecinos que empezaron a golpear cacerolas dentro de los departamentos, después fueron bajando de a uno y esto fue convirtiéndose en un movimiento donde estaba prácticamente cortada toda la ciudad”.
Para Guillermo “fue espontáneo, pero como en una comunicación que se venía gestando. Creo que lo espontáneo no es magia, y surge porque hay palabras que no se dicen. Lo cierto es que a todo el mundo le pasó lo mismo a la misma hora, y todo el mundo salió a ver qué pasaba, se quedó en la esquina y terminó tirando un palito al fuego, o aplaudiendo, o golpeando un tacho”.
Carlos enumera: “Venía gente del lado de San Martín y Jonte y del lado de San Martín y Nazca, y también del lado de Cuenca. Estuvimos hasta las dos y pico de la mañana en Jonte y Nazca, donde se hizo una fogata; después, mucha gente se fue caminando hasta la avenida Juan B. Justo. Hubo también algunos que fueron a la Plaza de Mayo y otros a Congreso”.
Guillermo asegura: “Cuando vi que ya éramos una banda, y había fueguitos por Juan B. Justo por un lado y por el otro, y por la avenida San Martín para el lado del puente, me dije que esto estaba pasando en todos lados; salían todos juntos, como en las mejores épocas, y a mí me recorría una sensación de algo desconocido”.
“Cuando me fui”, relata Edith, “deberían haber sido la una o las dos de la mañana, la gente seguía viniendo y después me enteré de que muchos llegaron a Plaza de Mayo”.
“Yo no lo podía creer”, se asombra Guillermo. “Cuando doblé en Rivadavia había una multitud que avanzaba por la bocacalle; yo venía por Billinghurst y salté un par de veces para ver cuántas cabezas había, y hasta donde me llegaba la vista veía gente, y los que no salían golpeaban desde los balcones. Era una orquesta donde todos tocábamos parejo”.
La represión
La protesta se extendió por los barrios, estruendosa y libremente, pero en la madrugada del jueves la represión aisló al centro de la ciudad; quienes esto escriben también sufrieron sus efectos. En la Plaza de Mayo, el Obelisco y el Congreso, el pueblo puso el cuerpo; el poder, los rebenques, los gases y las balas.
“La policía inició la represión en la Plaza de Mayo sin que hubiera ningún tipo de provocación”, asegura Julio. “La gente se manifestaba pacíficamente y no había destrozos, ni violencia, ni nada; fue allí donde empezaron a aparecer los primeros muertos, que según los informes de los hospitales lo fueron en su totalidad por balas de plomo”.
“A mí no me vengan a decir que la violencia la empezó el pueblo, porque no es así”, sostiene Guillermo. “La empezó la policía, y yo la vi reprimir como no lo hacía desde el 82. Hubo lugares en los que estuve donde minutos después mataron a los que estaban a diez metros”.
“Me fui solo por Diagonal Norte a Plaza de Mayo”, describe Carlos. “Estaban gaseando constantemente y me uní a un grupo de personas; nos fuimos caminando por Bartolomé Mitre hasta Leandro Alem, y llegamos frente a la explanada de la Casa de Gobierno. Nos reprimieron con gases que eran tirados alevosamente; de la gente con la que yo estaba, que no era un grupo organizado, sino vecinos independientes, nadie estaba armado, nadie tenía nada”.
“Como radical, como aliancista”, asume Susana Bosco, “tengo un crespón negro en el corazón. No hay nada en absoluto que justifique una muerte; yo vengo de una generación de treinta mil desaparecidos, estoy acá milagrosamente y agradezco infinitamente a Dios por estar. Esperemos que Él nos ayude a salir de todo esto, porque el pueblo argentino no merece lo que está viviendo, y no hablo de estos dos últimos años, sino de lo que pasamos desde hace treinta”.
“La reacción de muchos jóvenes de romper las vidrieras de los bancos, fundamentalmente, se produjo como respuesta a los gases”, afirma Julio. “No es verdad que la represión vino porque se rompieron vidrios; se rompieron vidrios como consecuencia de la represión”.
La policía
La actuación de la policía fue objeto de desfavorables comentarios por parte de nuestros entrevistados. Para Carlos, “lamentablemente, a esa gente le meten tanto en la cabeza que no pueden pensar que en realidad son parte nuestra, que los explotan tanto como a nosotros, que los viven como a nosotros o peor, porque los hacen defender a los que más tienen sin darles un peso y por otro lado les hacen pagar su propio chaleco antibalas”.
“El Gobierno de la Ciudad habla de hacerse cargo de la policía”, subraya Julio. “¿Pero qué policía? ¿La misma que actuó durante el Proceso, la que reprimió, torturó, asesinó e hizo desaparecer? Esa policía no garantiza la seguridad de la población, sino que está para reprimir al pueblo. Ahora Ibarra pretende que, tal como está, pase a la jurisdicción del Gobierno de la Ciudad, y encima la proveyó de más de doscientos vehículos a costa de nuestros impuestos”.
“Sabemos perfectamente”, insiste Carlos, “que ellos tienen gente metida, como pasó días atrás en el Congreso, y lo preocupante es el periodismo que marca ese tipo de cosas, y dice ‘los grupos de izquierda entraron al Congreso, sacaron un sillón, quemaron’, cuando se sabe que al Congreso nadie puede entrar si ellos no quieren”.
El asesinato a quemarropa de tres jóvenes por parte de un custodio policial, ocurrido en Floresta en la madrugada del 29 de diciembre, tan solo nueve días después de la pueblada, confirma todas estas apreciaciones. La contracara de esta tragedia fue la rápida y enérgica respuesta de los vecinos que exigieron justicia, convirtiendo a ese barrio en una de las zonas más calientes de la protesta social urbana.
¿Y ahora qué?
La caída de un gobierno antipopular constituyó la culminación de unas jornadas que, más allá de cualquier tipo de especulaciones, mostraron en los distintos barrios de Buenos Aires a los ciudadanos resueltos a ganar la calle y permanecer en ella para expresar su descontento e influir en la toma de decisiones cuyas consecuencias los afectan.
“A mí me gustaría”, revela Edith, “que los vecinos del barrio nos encontráramos por lo menos una vez por semana para leer la Constitución y saber cuáles son nuestros derechos, porque pienso que otro mundo es posible”. Y concluye Guillermo: “Me quedé con esa sensación de haber vivido algo nuevo y lindo, pero también con el miedo porque pude haber sido uno de los muertos”.