Un sabio en busca del origen del hombre
- Por Miguel Ruffo
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Hoy se cumplen 110 años del fallecimiento de Florentino Ameghino, científico naturalista, paleontólogo y antropólogo, que desempeñó un rol importante en el desarrollo del cientificismo argentino a fines del siglo XIX y principios del XX. Ofrecemos una breve reseña de sus ideas, en particular su tesis del origen americano del hombre, la cual, a pesar de haber sido justamente refutada, constituye un valioso aporte al desarrollo de la ciencia local.
Nacido en 1853, su labor intelectual se desplegó en los años en que el positivismo se había convertido en la corriente filosófica dominante entre los miembros de la elite letrada. Florentino Ameghino sostenía que el universo era eterno, sin principio ni fin en el espacio y el tiempo, y que estaba compuesto de cuatro infinitos: uno de ellos, tangible, la materia; y los otros tres, intangibles, que son el espacio, el tiempo y el movimiento. El desarrollo se debe a dos movimientos de igual intensidad, que son el concentrante y el radiante; el primero de ellos lleva a una evolución progresiva, que hace la materia más densa y heterogénea; el segundo, por el contrario, conduce a una materia más rara y homogénea. No hay fenómeno alguno que no dependa de los principios universales que rigen los movimientos. Los distintos estados de la materia –sólido, líquido, gaseoso, viviente y pensante– son transitorios momentos de esos principios universales. La materia orgánica, vale decir, la materia viva, procede de la materia inorgánica. Esta concepción constituye el fundamento que debe permitir el descubrimiento de las causas primeras y finales que explican la existencia de los distintos organismos. Nada trasciende al universo, nada existe por fuera de la organización universal. Este eterno movimiento de la materia hace que no sea necesario ningún Dios creador. Postular un Dios creador era incompatible con la noción de la existencia y eternidad del espacio, el tiempo, el movimiento y la materia.
Ameghino era partidario de la teoría de la evolución de las especies formulada por Charles Darwin. Su adhesión al evolucionismo lo llevó a polemizar con Germán Burmeister, el director del Museo Público (actual Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia), que era creacionista. Evolucionismo y creacionismo, como concepciones de la naturaleza, de su comportamiento, colisionaban y se enfrentaban. El hombre también procedía de la naturaleza. Ameghino formuló la tesis del origen americano del hombre. Más concretamente, el hombre se habría formado en la Pampa argentina. En América, sostenía, se habían formado los mamíferos, entre ellos los monos antropomorfos, que son los antecesores del hombre. Bueno es señalar, con Ameghino, que los monos antropomorfos de los cuales proviene el hombre no son los monos antropomorfos actuales (gorila, chimpancé, gibón y orangután). Concretamente, a partir de un antropoide primitivo, se habrían formado por proceso de hominización el hombre y por proceso de bestialización los antropoides actuales. Uno y otros tendrían un antecesor común, pero sus desarrollos fueron antagónicos: unos se humanizaron y otros quedaron en la condición de animales.
Sostenía Ameghino: “Ningún naturalista transformista ha dicho que alguna de las razas humanas actuales descienda de alguna de las especies de monos actuales. Lo que afirman los transformistas es que los seres en general, y cada especie en particular, no han aparecido así, de sopetón, de la noche a la mañana; que nada se forma de la nada, que por consiguiente, todo debe tener antecesores”. En particular, Ameghino enfatizaba este rasgo en las formas superiores de humanidad y explicaba: “Lo que sostiene dicha escuela es que el hombre desciende de una forma inferior extinguida, que los monos antropomorfos actuales descienden de otro tipo también extinguido, que a su vez tuvo sin duda por origen un tipo primitivo del cual se separaron igualmente en épocas sumamente remotas las formas precursoras del hombre”. Y afirmaba: “Ya veis, que estamos muy lejos de la pretendida descendencia del gorila o del orangután, que tan descomedidamente se afirma que descendemos”.
Tendríamos entonces que, en primer lugar, los antropoides, los homínidos primitivos, son monos y los podemos considerar los antecesores comunes de los “monos antropomorfos” y de los “homínidos” verdaderos; en segundo lugar, como veremos, los “homínidos verdaderos” (Tetraprothomo, Triprothomo, Diprothomo y Prothomo) son tipos intermedios entre los monos precedentes y el hombre, y por último, el pitecántropo de Java y el pseudohomo de Heidelberg no son considerados precursores del hombre sino formas extinguidas.
América fue el centro de evolución de todos los mamíferos. Encontramos en la Pampa a ciertos planongulados (antropoides) que, en las condiciones de una planicie o territorio llano, desprovistos de toda vegetación arborescente, se vieron obligados a erguirse, es decir, a levantarse sobre sus miembros posteriores para explorar el horizonte. El caminar erecto fue una condición básica para la formación del hombre. Los miembros anteriores (las manos) se liberaron de la necesidad de apoyarse en el suelo para la locomoción y se empezaron a constituir en órganos aptos para el trabajo.
Los homínidos no eran arborícolas o trepadores. Caminaban en posición bípeda, erecta o semierecta. Ameghino dedujo esto a partir de la forma de los fémures de los homínidos y el hombre. José Ingenieros apunta: “Su extensión hacia abajo prueba que la articulación con la tibia se efectuaba en una línea vertical o poco menos. Los brazos de los homínidos eran proporcionalmente mucho más cortos que los de los antropomorfos, aunque más largos que los del hombre; el acortamiento de los brazos es, en este último, un carácter evolutivo recientemente adquirido”.
El proceso de hominización reconoce varias etapas, cada una de las cuales está dada por un homínido: el Tetraprothomo, que está representado por un fémur y una vértebra cervical, hallados en Monte Hermoso; el Triprothomo, del que no existe ningún documento fósil que lo atestigüe y que fue más un postulado teórico; el Diprothomo, dado por una calota craneana descubierta en los trabajos de excavación del puerto de Buenos Aires; el Prothomo pampaeus, atestiguado por una serie de cráneos y osamentas procedentes de diferentes sitios, como Necochea y Miramar. Así, América, como cuna de la humanidad, fue el continente desde el cual se pobló el resto del mundo por los hombres a través de sucesivas migraciones. Las dos primeras fueron hacia Australia y África mediante puentes continentales hoy desaparecidos. La tercera migración se efectuó también al continente africano en la época del mioceno. Primero pasaron los monos y antropomorfos americanos que dieron origen a los antropoides del viejo mundo, después un primer grupo humano del que descendería el homo Heidelbergensis, y luego, un grupo oriundo del Triprothomo del que descendería el Pithecanthropus. La cuarta migración, ya en la época cuaternaria, se habría realizado hacia América del Norte, y de allí a Asia, dando origen a la llamada raza mongólica.
La edad que Ameghino atribuyó a los fósiles hallados estuvo muy lejos de ser aceptada por la mayoría de los paleontólogos. Él fue el único que sostuvo su gran antigüedad y postuló un hombre terciario. Sin embargo, la datación fue errónea: los terrenos en que fueron hallados los fósiles no eran tan antiguos. Sus teorías fueron sensacionales pero rechazadas por la mayoría de los científicos naturalistas. Hoy no podemos admitir el origen americano del hombre.
Sin embargo, sí tenía razón Ameghino cuando sostuvo la contemporaneidad del hombre con fauna extinta (megaterios, gliptodontes, mastodontes). Más allá de lo erróneo de su tesis sobre el origen americano del hombre, Florentino Ameghino fue uno de los más relevantes sabios que tuvo la ciencia argentina.
Fuentes consultadas
Ingenieros, José. Las doctrinas de Ameghino, Buenos Aires, Ramón J. Roggero y Cía. editores, 1951.
Rivet, Paul. Los orígenes del hombre americano, México, Ediciones Cuadernos Americanos, 1943.
Soler, Ricaurte. El positivismo argentino, Buenos Aires, Paidós, 1968.