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TRAS CARTÓN   La Paternal, Villa Mitre y aledaños
 16 de enero de  2025
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Miguel Angel: lo sublime en el arte

Miguel Angel: lo sublime en el arte

Miguel Ángel. Solo su nombre ya significa genialidad. Es lo sublime en el arte. Se cumplen hoy 460 años de su muerte en Roma. Artista multifacético, en cada una de las disciplinas que abordó –pintura, escultura y arquitectura– siempre rebasó los límites de la condición humana.

“No tengo amigos, ni los quiero” dijo desafiante en una oportunidad. Sólo él y su arte, él y Dios. Ya su contemporáneo Giorgio Vasari, considerado como uno de los primeros historiadores del arte, había expresado: “El Divino Creador, compadecido, se dignó por fin lanzar una mirada bondadosa sobre la tierra, y resolvió enviarnos un genio universal, capaz de abarcar y llevar a toda su perfección las artes de la pintura, de la escultura y de la arquitectura. Dios concedió también a este privilegiado mortal un fino razonamiento filosófico, una alta moral y el don de la poesía, para que el mundo viera realizado en él, como en un espejo, el vivo ideal de lo más noble y puro a que puede aspirar la humanidad”. Miguel Ángel, en efecto, es, como afirma Vasari, “cosa más celestial que terrena”.

Convencido y coherente sostenedor durante toda su vida de la filosofía platónica, ese fino razonamiento filosófico le permitió comprender la relevancia del mundo de las ideas –todas ellas vertebradas por la idea de Bien (Dios)–, mundo que es el real y verdadero. Y todo ello lo llevó a consustanciarse con Dios. Si las artes plásticas son sensibles, ese atributo no debía ser sino una apoyatura para elevar el alma del contemplador de la obra de arte al plano de lo inteligible, el mundo de Dios.

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En 1498, en su primer período de actividad, realiza su magistral Piedad que se encuentra en la Basílica de San Pedro del Vaticano. Constituye la escultura religiosa más célebre del mundo. Es un tesoro espiritual: una madre, la Virgen María, que tiene en su regazo, el cuerpo sin vida, de su hijo Jesús. Asombra la juventud eterna de la Virgen, representada cual si fuese una adolescente. Hay una dulzura extraordinaria, hay un inmenso dolor, el dolor de una madre, ante su hijo muerto. Se dice que Miguel Ángel, al ser reprendido por haber representado muy joven a la Virgen, respondió que “la acción del tiempo no podía arruinar el virginal semblante de aquella que fuese la predilecta entre todas las criaturas”.

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Entre 1501 y 1504 realizó el David que inicialmente se colocó a la entrada del Palacio Viejo, sede del gobierno de Florencia, símbolo de la libertad y la independencia de la ciudad florentina. Vemos en esta escultura la majestuosidad del joven rey de Israel, en el instante previo a arrojar su piedra contra el gigante Goliat. Las líneas de sus piernas son perfectas, su pose es dulce y tranquila, su mirada escruta y perfora al adversario, su virilidad es manifiesta. Con el pasar de los años, el “David” se ha convertido en uno de los símbolos universales de la historia del arte.

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En mayo de 1508 inicia los trabajos de decorar al fresco la bóveda de la Capilla Sixtina, que concluyó en 1512. Esta obra majestuosa la realizó casi en entera soledad. El artista imaginó y desarrolló un programa iconográfico en el que se manifiesta la progresiva realización de la creación divina, la revelación y la redención. Aquí, un recorrido por las escenas que ilustran las nueve historias del Génesis y que se hallan en el área central de la bóveda.

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1. La separación de la luz y las tinieblas. Se inicia el acto creativo de Dios Padre, que extiende hacia lo alto sus brazos y con sus manos irradia la luz, lo blanquecino, un grisáceo que se va desprendiendo de su negrura, en contraposición a las tinieblas, lo negruzco que, cuál si estuviese agazapado, es corrido, apartado, hecho a un lado por la mano derecha de Dios.

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2. La creación del cielo y de la tierra. Dios Padre extiende sus brazos en sentido opuesto, indicando con sus dedos la dirección que deben tener las fuerzas por él creadas. La figura de Dios Padre está rodeada de pequeños jóvenes, tal vez ángeles de su corte celestial. Mientras el disco del Sol denota su presencia en el centro de la composición, las barbas y cabellos agitados del Padre, la mirada fulminante de sus ojos, el gesto de sus manos, están indicando la soberanía de Dios sobre los elementos de la naturaleza. Separa y distingue con sus manos. A un lado el Cielo, el Sol; al otro lado, la Tierra, futura morada de los hombres. Ésta se nos presenta a la derecha de la composición con un color grisáceo.

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3. La separación de las aguas y de la tierra. Como un planeador, Dios Padre continúa su labor creativa. Las palmas de sus manos abiertas indican la separabilidad de los elementos agua y tierra. Se han creado la luz, el cielo, la tierra, las aguas. Todo está preparado para que aparezca en el mundo, el hombre, que será el rey de la creación.

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4. La creación de Adán. Verdaderamente sublime es la obra cumbre de la creación. Dios Padre, volando entre los vientos, extiende dulcemente su brazo derecho y con uno de sus dedos transmite la vida al hombre, a Adán, que recibe el soplo vital, la energía de la vida. El desnudo de Adán nos muestra la perfección anatómica del varón, la fuerza de sus músculos, la inocencia de su mirada, la dulzura de sus facciones, la presencia de su pene. Todo ello expresa la pasión que Miguel Ángel tenía por la belleza masculina. Adán ha sido concebido como la suma de la perfección, como la máxima belleza que se puede alcanzar. Pero el acto creativo no concluye aquí. El varón ha sido creado, pero ya en el acto de su creación está presente en el pensamiento y en el plan de Dios Padre la creación de Eva, de la mujer. La figura femenina, bajo el brazo izquierdo de Dios, es Eva, aún no creada, pero ya presenta en la mente de Dios.

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5. La creación de Eva. Dios Padre ha inducido un sueño en Adán. Un dormirse del varón, mientras el creador llama a la vida a Eva, a la mujer. El gesto del Padre es elocuente: indica a la mujer a levantarse, a salir del interior del varón, a adquirir vida propia, a advenir al mundo como compañera del varón, porque no es bueno que el hombre esté solo.

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6. El pecado original y la expulsión del paraíso terrenal. La serpiente enroscada en el árbol del conocimiento del bien y del mal, en el árbol prohibido del paraíso. Adán y Eva comiendo del fruto prohibido. Ambos extienden sus manos para obtenerlo. Son sus últimos momentos como perfección de la creación. Sus cuerpos, sus rostros, demacrados, deteriorados, como se revela a la derecha de la composición, cuando son expulsados del paraíso, cuando Adán recibe en su cuello como el sablazo de un ángel que los expulsa del Edén. Se revela que ya no son imágenes de Dios. Las manos desesperadas de Adán, casi como rechazando, en un gesto de desesperación, el decreto de Dios. El rostro envejecido de Eva revela el drama de la pérdida de la perfección paradisíaca. Ya no gozarán del paraíso.

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7. El sacrificio de Noé. El pecado original arrastrará al pecado al conjunto de la humanidad. Dios Padre resolverá destruir a la humanidad en su conjunto. Sólo Noé y su familia se salvarán porque Dios vio en los sacrificios de Noé a un hombre justo, a un hombre distinto que se atenía a las leyes de Dios. Noé es aquél que se diferencia de la humanidad pecadora.

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8. El diluvio universal. El arca de Noé, divisada hacia el fondo de la composición, se nos presenta como una arquitectura que emerge de las aguas. Es que el diluvio es la destrucción del mundo y del hombre por medio de la acción de las aguas. Sobre ellas se encuentra el arca, refugio de Noé y de su familia. El arca de Noé simboliza a la iglesia católica, la única capaz de ofrecer a la humanidad la salvación del pecado. “La lucha de cuerpos desnudos que tiene lugar en la embarcación, en el centro de la escena, evoca el perdido cartón para La Batalla de Cascina, [fresco] que Miguel Ángel realizara años atrás”, nos informa Antonio Paolucci. Los hombres, mujeres y niños, hacia la parte anterior de la composición, representan a la humanidad pecadora y perversa aniquilada por el diluvio universal.

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9. La embriaguez de Noé. Y concluye Miguel Ángel esta serie de frescos de la creación con el tema de la bendición que Noé dispensa al pueblo de Yahveh, al pueblo de Israel que será bendecido en contraposición al pueblo de Canaán que será maldecido.

En los años siguientes desplegó sus trabajos, sobre todo en Florencia, donde realizó la fachada de la Iglesia de San Lorenzo, la Biblioteca Laurenciana, las esculturas de la Capilla de Los Medici.

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Entre 1513 y 1536 le dio vida al Moisés. Nos encontramos frente a una escultura de una gran dinámica y fuerza plástica. Un dato pintoresco es que esta representación se relaciona con el tratamiento, si se quiere escultórico, de gran parte de las pinturas que Miguel Ángel hizo para la Capilla Sixtina. Es que Miguel Ángel se consideraba ante todo escultor. Los cabellos y la barba del Moisés son de un virtuosismo admirable. Su mirada se dirige al horizonte, un horizonte dado por la “tierra prometida” al pueblo de Israel. Si en La piedad teníamos a la Virgen María, la “madre de Dios”, si en el David nos encontrábamos con un “rey de Israel”, en el Moisés estamos frente al hombre que liberó al pueblo de Israel de su cautiverio en Egipto.

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En 1536 empieza el imponente fresco con el juicio final sobre el testero de la Capilla Sixtina, concluido en 1541. En esta obra vemos ángeles con los símbolos de la Pasión de Cristo y a Cristo Juez, con la Virgen a su lado. Ésta parece como intentar detener el veredicto final. Pero el Cristo que se ha sacrificado retorna en el fin de los tiempos e inexorablemente juzga a vivos y muertos. A la izquierda de la composición se encuentran los elegidos que ascienden al cielo; a la derecha, los condenados, que se precipitan al infierno. Los ángeles tocan las trompetas: son el anuncio del veredicto del Cristo Juez rodeado de los justos y salvados, de los que ascienden al Paraíso Celestial y que parecen acompañar en su caminar al Cristo que está juzgando a la humanidad. Los rostros apesadumbrados, a veces cubiertos por las manos, ojos desesperados, un caer al infinito, revelan el drama de la condena. Una barca, la de Caronte, está como esperando a los que en precipitados grupos caen al infierno. Nadie puede evitar el juicio del Cristo, nos dice Miguel Ángel. La conducta, las obras de los hombres, son el rasero con el que los hombres serán juzgados. Ni siquiera la Virgen puede evitar el juicio. La mano levantada del Cristo, a punto de caer, dicta la sentencia. Es el fin de los tiempos para la humanidad.

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De la obra arquitectónica de Miguel Ángel, nos enfocamos en la cúpula de la Basílica de San Pedro. Se trata de una cúpula majestuosa, de 137 metros de altura, que se levanta hacia el cielo de Roma. La inmensa mole parece como querer librarse de su peso para ascender a los cielos. Es un despegarse de la tierra. Es el impulso de la ascensión. Sus líneas son dulces y nobles. En ella están hermanados la fuerza y la gracia. Son la síntesis misma del genio de Miguel Ángel. Es el símbolo de la Roma de Cristo, como el Coliseo es el símbolo de la Roma de los Césares. Más aún, Miguel Ángel se inspiró en la cúpula del Panteón, haciendo la de San Pedro con un diámetro un poco inferior a la de aquél para que la cúpula de la Antigüedad Romana siguiese siendo la mayor cúpula de Roma. Es como un hermanarse de la Antigüedad y la Cristiandad.

Fuentes consultadas:

Baldini, Umberto. Los Hombres de la Historia: Miguel Ángel. Buenos Aires, CEAL, s/d.

Giuliani, Giovani. Guía de la Basílica de San Pedro. Roma, ATS, 1995.

Paolucci, Antonio. Miguel Ángel. Pintor, escultor y arquitecto. Florencia, Libra, 1993.

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