La tragedia de un hombre de genio
- Por Haydée Breslav
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Se cumplen hoy 250 años del nacimiento en Bonn, Alemania, de Ludwig van Beethoven, cuya obra grandiosa, múltiple y esencial abrió una nueva etapa en la historia de la música.
Este trabajo se concentrará en una circunstancia biográfica que muestra la dimensión trágica de este hombre de genio: preso en una trampa del destino, eligió resistir y peleó una durísima batalla aun creyéndola perdida de antemano. El tiempo terminó por consagrarlo vencedor.
Según Víctor Hugo, “el arte supremo es la región de los iguales”. Así, escribió: “Como el agua, que calentada a 100 grados no es capaz de aumento de calor ni es posible elevarla a más alta temperatura, el pensamiento humano alcanza en ciertos hombres su completa intensidad. Esquilo, Job, Fidias, Isaías, san Pablo, Juvenal, el Dante, Miguel Ángel, Rabelais, Cervantes, Shakespeare, Rembrandt, Beethoven y algunos más señalan los 100 grados del genio”.
En las sinfonías de Beethoven, Hugo encontró “un diálogo intraducible del alma con la naturaleza”, donde “los sonidos piensan”, y remarcó: “Estas sinfonías deslumbrantes, tiernas, delicadas y profundas, estas maravillas de armonía, estas irradiaciones de la nota y del canto, emanan de una cabeza cuyo oído está muerto”.
Nadie ignora que lo más importante de un artista es su obra y que solo por ella puede y debe ser juzgado; no es menos cierto, empero, que en tanto el arte es una manifestación humana, el sufrimiento (y en este caso, la enfermedad y la consiguiente discapacidad física) del artista puede incidir significativamente en su proceso creativo y determinar el sentido de su obra.
En Beethoven, la sordera lo llevó al borde del suicidio, del que solo lo disuadió el convencimiento de que debía concretar y lanzar al mundo la inmensa obra que sentía bullir en su interior.
De acuerdo con los biógrafos, los primeros síntomas debieron haber aparecido allá por 1798, y la reacción inicial (y posterior) del músico fue ocultarlos a los demás; después consultó a médicos y se sometió a tratamientos a veces cruentos y siempre ineficaces. A medida que la enfermedad progresaba, crecían su desesperación y su hurañía: procuraba evitar que amigos y colegas advirtieran su creciente discapacidad, pues su viva sensibilidad, exacerbada por la desdicha, recelaba de la burla de algunos y se guardaba de la lástima de otros.
Así las cosas, el 29 de junio de 1802 escribió a su amigo, el médico Franz Gerhard Wegeler, una extensa y desgarradora carta, de la que transcribiremos algunos párrafos (según la traducción de Aníbal Leal).
En esa misiva, después de contarle distintas cosas de la vida diaria y de su actividad compositiva, e incluso de deslizar su inquietud social (“si nuestra patria natal estuviera en una condición mas próspera, mi arte sería ejercitado solamente para el beneficio de los pobres”), Beethoven menciona su “perversa salud”, a la que llama “demonio celoso”, y confía: “En los últimos tres años mi oído se ha ido debilitando más y más”.
Sigue una enumeración de síntomas, consultas y tratamientos, en la que puntualiza que estos últimos no solo resultaron inútiles para disminuir o aliviar su discapacidad, sino que en varias oportunidades le acarrearon severas complicaciones.
Después, revela: “Mis oídos continúan zumbando y vibrando día y noche. Debo confesarte que llevo una vida miserable. Durante casi dos años he dejado de asistir a mis obligaciones sociales, porque me parece imposible decirle a la gente: ‘estoy sordo’”.
Reconoce, sin eufemismos ni tremendismos, el amargo alcance del mal que lo aqueja: “Si tuviera otra profesión podría afrontar mi enfermedad, pero en la mía es un inconveniente terrible”.
Y confiesa su desesperación: “A estas horas a menudo maldigo a mi Creador y a mi existencia”. Palabras terribles, ecos de una angustia innombrable e infinita.
Finalmente, anuncia la lucha que signará su vida y trascenderá a su obra: “Desafiaré a mi destino, aunque creo que mientras viva habrá momentos en los que seré la criatura mas desgraciada de Dios”.
Dos días después, Beethoven escribe a otro amigo, el violinista Karl Amenda. En esta nueva carta se acentúa el dramatismo de la anterior.
Empieza por hacerle una amarga confidencia; le cuenta que está “llevando una vida muy desgraciada, desviada de la naturaleza y su Creador”, e insiste en apostrofar el alejamiento divino: “Muchas veces yo lo maldije por exponer a sus criaturas a todos los azares, de modo que la más bella flor a menudo se vea aplastada y destruida”.
“Mi más preciada posesión, el oído, se ha deteriorado mucho”, explica. Describe un presente ingrato: “Estoy separado de todo lo que para mí es caro y precioso”. Y avizora un futuro frustrante y estéril: “Mis mejores años transcurrirán rápidamente sin que yo pueda realzar todo lo que mi talento y mi fuerza me imponen”.
Por último se allana, no muy convencido, a tascar el freno de la resignación. “Triste resignación, a la que me veo forzado a apelar. No necesito decir que estoy decidido a superar todo esto, pero, ¿cómo lo haré?”.
A pesar de todo, su producción pasaba por un excelente momento: venía de componer la Primera Sinfonía, el Tercer concierto para piano, el Septimino en si bemol, cinco Sonatas para piano, entre ellas la conocida como Claro de luna y las Sonatas para violín opus 23 y 24, entre otras obras.
En la primavera boreal de ese año de 1802, por indicación de un médico llamado Johann Schmidt, Beethoven se trasladó a la aldea de Heiligenstadt, cercana a Viena, para pasar una temporada de descanso. Allí escribió, el 6 de octubre, una carta a sus hermanos Johann y Karl que nunca les envió, sino que ocultó cuidadosamente y solo fue hallada después de su muerte. Ese escrito se conoce como El testamento de Heiligenstadt.
Conmocionado, el lector se pregunta cómo un alma tan noble pudo hundirse en semejantes abismos de desesperación. Temas como la enfermedad, la humillación, la soledad, la desesperanza y la muerte son expuestos descarnadamente, lo que da cuenta del estoicismo del autor quien, consciente de ello, así lo expresa: “A los veintiocho años no es fácil convertirse forzosamente en filósofo, especialmente para un artista”.
A continuación, transcribimos algunos fragmentos, según una vieja traducción española cuyo autor desconocemos:
“Decepcionado de año en año en la esperanza de una mejoría, forzado a terminar aceptando la perspectiva de una larga enfermedad cuya curación, de ser posible, exigiría muchos años. (…) ¿Cómo confesar la debilidad de un sentido que yo debería tener mucho más desarrollado que los demás, de un sentido que antes poseía tan perfecto que pocos músicos lo han tenido o lo tienen como yo? (…) No puedo buscar consuelo en la compañía de mis semejantes: se acabó el placer de las conversaciones agradables y de naturaleza elevada. (…) Pero qué humillación cuando alguien a mi lado oía el sonido lejano de una flauta y yo no oía nada, o alguien oía el canto de un pastor y yo tampoco oía nada. Esas situaciones me llevaban al borde de la desesperación, y poco faltó para que pusiera fin a mi vida. El arte, y solo el arte, me retuvo. ¡Ah!, me parecía imposible abandonar este mundo antes de haber dado todo lo que sentía germinar en mí, y así he prolongado esta vida miserable, (…) Mi resolución debe ser firme, y así lo espero: debo resistir hasta que las Parcas inexorables decidan cortar el hilo de mi existencia”.
En esas palabras están el clamor del mártir y la imprecación del héroe; no es casual que en ese mismo año hubiese compuesto el oratorio Cristo en el monte de los olivos, y en el anterior, el ballet Las criaturas de Prometeo. La sordera fue su tormento y su condena y terminó por aceptarla, como aquellos la cruz y el Cáucaso, por el bien de los otros, porque quiso dejarles un mundo más bello y, por ende, mejor.
A partir de 1802 Beethoven se consagra a la creación como un devoto a la religión; en opinión del musicólogo Franco Abbiati, en ese año emprende el camino del nuevo arte instrumental. Producto de ese fervor creativo, aparecen entre 1803 y 1805 la Segunda sinfonía y la Tercera (Heroica), la Sonata a Kreutzer para violín y piano y las sonatas para piano conocidas como Appassionata y Wallstein, entre otras.
Salvo algunos periodos de estabilidad o de relativa mejoría, su salud no logró restablecerse; la enfermedad del oído se agravó y los malestares gastrointestinales que lo aquejaban se intensificaron. Nada de eso le impidió construir su obra monumental.
El 2 de diciembre de 1826 Beethoven regresó a Viena, donde había fijado su residencia, de una conflictiva visita a su hermano Nikolaus Johann. Había viajado bajo la nieve en un carro descubierto y pasado una noche en un cuarto de posada sin fuego ni persianas que lo protegieran del frío. Al día siguiente a su llegada cayó enfermo y nunca se recuperó. Murió el 26 de marzo de 1827.
Se había definido a sí mismo como “un desdichado que, a pesar de todos los obstáculos de la naturaleza, hizo cuanto pudo para ser admitido entre los artistas y los hombres dignos”.
A Víctor Hugo le parecía un dios ciego que creaba soles.