La desmesura del genio
- Por Haydée Breslav
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Se cumplen hoy 220 años del nacimiento de Victor Hugo, consagrado como el más grande de los poetas franceses y un genio de la humanidad. Descolló asimismo como novelista y dramaturgo, lideró el formidable movimiento romántico de su país, participó en la vida política, conoció el exilio y la apoteosis.
Victor-Marie Hugo nació en Besançon, hijo del general bonapartista Léopold Hugo y de Sophie Trébuchet. Su vocación se despertó tempranamente: a los catorce años escribió “Quiero ser Chateaubriand o nada”. Cinco años después publicó su primer libro de poemas, Odas, en el que expresó que “el dominio de la poesía es ilimitado”. El crítico Jean Gaudon vio en esta frase el principio de una estética y una estilística de la desmesura que se desarrollará a lo largo de la vastísima obra del poeta. Siguieron al poemario inicial Orientales (1829), Hojas de otoño (1832) y Cantos del crepúsculo (1835).
En 1830 tuvo lugar la denominada batalla de Hernani, en ocasión del estreno del drama de igual nombre, donde no se respetaban las normas del teatro neoclásico y se denunciaban los abusos del poder. Se produjo entonces un enfrentamiento entre los partidarios del neoclasicismo y los del ya incontenible romanticismo, encabezados en la oportunidad por Théophile Gautier, Balzac, Nerval y Berlioz. Hugo escribió otras diez piezas teatrales, entre las que se destacan El rey se divierte (1832), que inspiró la célebre ópera Rigoletto, de Giuseppe Verdi, y Ruy Blas (1837).
En 1831, reconocido ya como el adalid del movimiento romántico, publicó Nuestra Señora de París, su cuarta novela, la primera de carácter histórico y una de sus obras fundamentales, en la que se propuso denunciar “la fatalidad de los dogmas”. El protagonista, Quasimodo, así como el Triboulet de El rey se divierte y el Gwynplaine de El hombre que ríe, es un ser humano con características físicas calificadas como monstruosas por los supuestamente normales, que hacen a aquellos desdichados objeto de irrisión. La obra abunda en pasajes y personajes que se inscriben en esa estética de la desmesura que mencionamos anteriormente. En su ensayo sobre Shakespeare, Hugo advirtió: “Bajo la oscuridad, la sutileza y las tinieblas, hallarás la profundidad; bajo la exageración, la imaginación, y bajo la monstruosidad, la grandeza”:
En 1843 murió en un accidente su hija Léopoldine. El hecho afectó profundamente al poeta y no pocos estimaron que su incursión en la vida política estuvo impulsada por la tragedia., Lo cierto es que en 1848 resultó electo diputado ante la Asamblea Nacional. Se hicieron célebres, entre otras, sus intervenciones a favor de la enseñanza laica, gratuita y obligatoria y del sufragio universal: creía que la una y el otro eran los instrumentos para lograr lo que llamaba “la salud social”. Precisamente, fue en su discurso sobre educación donde los derechos del niño se mencionaron por primera vez. También es célebre su intervención contra la pena de muerte. Adelantándose a su tiempo, defendió los derechos de la mujer, como consta en su novela El noventa y tres, de 1874. Participó además del Congreso de la Paz que se celebró en París en 1849 con un vibrante discurso en el que instó a crear los Estados Unidos de Europa.
No confiaba en el sentido común; decía que “no es la perspicacia ni la razón”, pero concedía que “en presencia de monarquías egoístas y feroces que arrastran en provecho propio a la guerra a los pobres pueblos, diezmando las familias, desolando a las madres e incitando a los hombres a matarse con estas altisonantes palabras: honor militar, gloria guerrera, obediencia a la consigna, etcétera, el sentido común es un admirable personaje que se presenta en escena de repente gritando al género humano: ‘¡Piensa en tu pellejo!’”
El 2 de diciembre de 1851 se produjo el golpe de Estado de Napoleón III: vehemente opositor, Hugo, para evitar la represión, debió exilarse en Bélgica, de donde pasó a las islas inglesas de Jersey, primero, y de Guernesey, después. Durante su permanencia en esta última se publicó en Francia el primer tomo de su monumental poema La leyenda de los siglos, considerado como la gran epopeya de ese país; la segunda parte recién se publicó doce años después. En uno de los poemas más conocidos, Booz endormi, Hugo emplea esta bella metáfora para referirse al linaje de Jesucristo, descendiente del rey David, a su vez bisnieto de Booz, esposo de Ruth: .
“La puerta de los cielos habíase entreabierto / y sobre su cabeza un sueño descendió. / y en ese sueño Booz ve que de su vientre / brota un roble que llega al firmamento azul. / Como larga cadena, por él sube una estirpe, / un rey canta debajo, arriba muere un Dios”.
En 1862 Hugo terminó de escribir su obra maestra, Los miserables, en el que se propuso denunciar “la fatalidad de las leyes”, y cuyo prólogo concluye manifestando: “En tanto haya sobre la tierra ignorancia y miseria, los libros de la naturaleza del presente podrán no ser inútiles”. Transcribimos a continuación un fragmento de la novela, donde el autor imagina un episodio de las jornadas de la insurrección republicana de París, que tuvo lugar en junio de 1832.
“Estalló una terrible detonación. La bandera roja cayó al suelo. La descarga había sido tan violenta y tan densa, que había cortado el asta. Las balas que habían rebotado en las fachadas de las casas penetraron en la barricada e hirieron a muchos hombres. El ataque fue violento; era evidente que debían luchar contra todo un regimiento. –Antes que nada –dijo Enjolras–, icemos de nuevo la bandera. (…) Enjolras añadió: –¿Quién será el valiente que vuelva a clavar la bandera sobre la barricada? Ninguno respondió. Subir a la barricada en el momento en que estaban apuntando de nuevo era morir y hasta el más decidido dudaba. (…) La presencia del anciano causó una especie de conmoción en todos los grupos. Se dirigió hacia Enjolras; los insurgentes se apartaban a su paso con religioso temor; tomó la bandera y, sin que nadie pensara en detenerlo ni en ayudarlo, aquel anciano de ochenta años, con la cabeza temblorosa y el pie firme, empezó a subir lentamente la escalera de adoquines hecha en la barricada. (…) Cuando estuvo en lo alto del último escalón, cuando aquel fantasma tembloroso y terrible, de pie sobre el montón de escombros, en presencia de mil doscientos fusiles invisibles, se levantó frente a la muerte como si fuese más fuerte que ella, toda la barricada tomó en las tinieblas un aspecto sobrenatural y colosal. En medio del silencio, el anciano agitó la bandera roja y gritó: –¡Viva la Revolución! ¡Viva la República! ¡Fraternidad, igualdad o la muerte! (…) Una segunda descarga, semejante a una metralla, cayó sobre la barricada. El anciano se dobló sobre sus rodillas, después se levantó, dejó escapar la bandera de sus manos y cayó hacia atrás sobre el suelo, inerte y con los brazos en cruz”.
En 1866 Victor Hugo publicó otra gran novela: Los trabajadores del mar. Vale la pena detenerse en el prólogo, que bien puede ser tenido como una apretada síntesis del pensamiento del autor.
“La religión, la sociedad, la naturaleza, esas son las tres luchas del hombre. Esas tres luchas constituyen al mismo tiempo sus tres necesidades; necesita creer y erige el templo; necesita crear y funda la ciudad; necesita vivir y empuña el arado o conduce una nave. Pero esas tres soluciones entrañan tres guerras, y originan también las dificultades de la vida. El hombre tiene que salvar el obstáculo que en ellas le sale al paso en forma de superstición, en forma de prejuicio y en forma de elemento. Una triple fatalidad pesa sobre nosotros: la fatalidad de los dogmas, la fatalidad de las leyes y la fatalidad de las cosas. (…) A esas tres fatalidades que envuelven al hombre se mezcla la fatalidad interior, la fatalidad suprema, el corazón humano”.
El exilio terminó en 1868. Hugo regresó a París, donde fue recibido como un héroe. y al año siguiente publicó El hombre que ríe, tumultuosa novela que constituye un magnífico ejemplo de la desmesura que caracterizó a la estética del autor, quien sostuvo, en el citado ensayo sobre Shakespeare, que “los genios, los espíritus como Esquilo, como Isaías, como Juvenal, como el Dante y como Shakespeare, son seres imperativos, tumultuosos, violentos, furiosos, extremados, (…) caminando a pasos que por lo grandes son escandalosos, saltando bruscamente de una idea a otra”.
En 1871 fue electo diputado y en 1876, senador: dedicó varias intervenciones en el Senado a reclamar una amnistía para los comuneros. Y en 1874 publicó su última novela, El noventa y tres. El día que cumplió ochenta años, una multitud estimada en 600.000 personas desfiló frente a su casa.
Víctor Hugo murió el 22 de mayo de 1885, a consecuencia, según se dijo, de una congestión pulmonar. Tenía 83 años. Había pedido que sus restos fueran conducidos en una carroza “para pobres”, y así se hizo. El ataúd fue expuesto durante una noche bajo el Arco de Triunfo y trasladado después al Panthéon; dos millones de personas acompañaron el cortejo fúnebre. “Por primera vez en la historia de la humanidad, un pueblo entero rendía a un poeta los honores que hasta entonces la costumbre había reservado a los reyes y a los jefes militares”, comentó André Maurois.
“La cólera y el sosiego; el todo en lo uno; lo inesperado en lo inmutable; la prodigiosísima monotonía perpetuamente varia; el nivel tras el horrible trastorno; los infiernos y los paraísos de la inmensidad eternamente conmovida; lo infinito; lo insondable: todo eso puede existir en un alma, y entonces el alma se llama genio”.