Juan XXIII, el Papa del Concilio
- Por Miguel Ruffo
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Se cumplen hoy 65 años de la asunción de Juan XXIII al trono de Pedro. Ángel José Roncalli, que así se llamaba antes de asumir el pontificado, pasó a la historia como el Papa Bueno, al abrir el camino de la iglesia católica a diversas cuestiones atinentes a la condición humana, como se evidenció a través de su más relevante iniciativa: el Concilio Vaticano II.
Juan XXIII, que había nacido en 1881, y cuya infancia transcurrió durante el pontificado de León XIII, Papa de la Doctrina Social de la Iglesia formulada a través de la Encíclica Rerum Novarum, se ordenó sacerdote en 1904 y nunca olvidó su origen campesino ya que provenía de una familia de labriegos del pueblito de Sotto il Monte, cerca de la industriosa ciudad de Milán. Por su personalidad siempre fue considerado un hombre de “apacible condición y de agradable trato”. Cumplió funciones de capellanía militar durante la primera guerra mundial y en una oportunidad señaló: “Sentí hasta qué punto es grande el deseo de paz del hombre, especialmente de quien, como el soldado, confía en preparar las bases para el porvenir con su sacrificio personal y a veces con la inmolación suprema de la vida”. Durante la II Guerra Mundial dijo haber sido “instrumento de la caridad incansable de Pío XII” en las naciones donde estuvo destinado como representante de la Sede Apostólica.
Tras la muerte de Pío XII fue elegido Papa porque los cardenales presentes en el Conclave consideraban que por su edad –tenía entonces 77 años– su pontificado sería no sólo breve sino también “manejable”. Y adoptó el nombre de Juan. Hacía mucho tiempo que ningún Papa había adoptado ese nombre: los veintidós juanes anteriores pertenecen a la Edad Media.
Tomó Juan XXIII muy en serio su nueva misión y sorprendió a más de uno en enero de 1959, a pocos meses de haberse iniciado su papado, convocando al Concilio Vaticano II, el cual comenzó a sesionar en octubre de 1962.
Para comprender el Concilio Vaticano II es necesario referirnos a las condiciones históricas en que fue convocado y a un mismo tiempo a la situación de la iglesia en ese contexto. Solo ello nos permitirá entender expresiones pronunciadas por Juan XXIII en el discurso inaugural como “signos de los tiempos”, “era del átomo y de las conquistas espaciales” y “paz entre los pueblos”.
En efecto, hacia los años sesenta el mundo –particularmente Europa– estaba dividido en dos áreas: una era la del capitalismo, la otra la del socialismo. Si bien con Nikita Kruschev como nuevo líder de la URSS se había iniciado el deshielo en las relaciones entre esta potencia y los EEUU, aún estaba vigente la “guerra fría” y la amenaza de una guerra nuclear. Más aún, 1962 es el año de la crisis de los cohetes en Cuba, crisis que pudo desencadenar una guerra cuyas proporciones y consecuencias nadie podía aventurar. Por eso el llamado de Juan XXIII a la “paz entre los pueblos” coincidía con la política de la “coexistencia pacífica” del líder soviético.
A su vez, no se podía negar la creciente importancia del movimiento obrero en los países capitalistas desarrollados, entre ellos, Italia, que tenía el partido comunista más poderoso del occidente europeo, y todo ello se insertaba en una realidad que planteaba la dicotomía entre propiedad privada y propiedad social. Como veremos, ello llevó a reflexiones sobre el sistema de propiedad, no tanto por lo que se dijo en el Concilio sino más bien por las conclusiones que sacaron muchos cristianos, tanto sacerdotes como laicos.
Por otro lado, la nueva situación laboral y social de la mujer, la llamada “revolución sexual” y las nuevas condiciones de la familia no podían dejar de repercutir en el pensamiento de la iglesia.
¿Debía la Iglesia –pensada como nave que transita por la historia– permanecer indiferente ante los cambios que se estaban registrando en el mundo o, por el contrario, teniendo en cuenta los “signos de los tiempos” proceder a reflexionar sobre ellos y definir qué debían los católicos decir acerca de ellos? Para Juan XXIII esa mística nave que es la iglesia de Cristo no podía permanecer a merced de las olas del mundo contemporáneo e ir a la deriva. Se trataba de tener en cuenta, en palabras de Miguel de Amilibia, “la rápida transformación del mundo, la creciente agitación de la misma iglesia y las cada vez más peligrosas tensiones de la guerra fría” para no zozobrar entre las grandes olas que sacudían las conciencias. Y entre esas olas, una que agitaba mucho era la que correspondía a la antinomia entre propiedad privada y propiedad social. La Iglesia continuó considerando a la propiedad privada como un derecho natural, es decir, como un derecho derivado de la naturaleza humana.
La propiedad plantea el problema de la relación del hombre con la cosa. Si el hombre no tiene propiedad sobre la cosa, pierde el dominio sobre el producto de su trabajo y queda a merced del Estado y termina perdiendo su libertad. Propiedad y libertad van unidas. No puede haber libertad donde no hay propiedad privada. Pero el problema surgía cuando muchos católicos se preguntaron si la propiedad burguesa puede ser considerada como una forma de propiedad que se inserta dentro de lo que la iglesia consideraba como propiedad privada. Es conveniente reparar en la diferencia. Dijimos que la propiedad privada es una relación entre el hombre y la cosa, pero la cosa debe ser entendida como el producto del trabajo del hombre. Se trata de cosas artificiales en tanto productos del trabajo del hombre como pueden ser, por ejemplo, los tejidos de algodón o los zapatos. No de las cosas naturales como la tierra, las aguas, los bosques, las riquezas del subsuelo. La naturaleza no es un producto del trabajo del hombre. Es una obra o creación de Dios y en tanto obra de Dios es común a todos los hombres, ya que todos son hijos de Dios y, en tanto tales, hermanos. Ya Clemente de Alejandría en la Antigüedad lo había señalado: “Dios creó todas las cosas para todos, por lo tanto, todas las cosas son comunes. Es injusto por lo tanto que uno viva lujosamente mientras la mayoría de los hombres son pobres”.
Pero ¿qué decir de los productos, desde las maquinarias hasta los zapatos, que son obra del hombre? Aquí se plantea un doble problema en el caso de la propiedad burguesa. En primer lugar, el trabajador en tanto proletario, no es propietario del producto de su trabajo. No sólo está alienado respecto del producto sino también carece de libertad, incluso en la perspectiva del pensamiento cristiano que relaciona propiedad con libertad. En segundo lugar, tampoco es enteramente libre el capitalista, en tanto la contradicción entre la anarquía de la producción social y la planificación de la empresa privada genera que cada capitalista individual pierda en el mercado el control sobre su producto (que es una mercancía) y como consecuencia de ello resulte también alienado. Más aún si el trabajo, en la perspectiva de la iglesia, es la base de la realización humana y no una mercancía, entonces el trabajador que ve reducida su capacidad de trabajar o fuerza de trabajo a la condición de mercancía ha perdido su libertad y resulta no sólo alienado sino también explotado. No es que el Concilio expresase lo anterior en estos términos, pero sí abrió el camino a que muchos católicos sacasen estas conclusiones.
Escribió el filósofo Danilo Zolo: “Una teoría cristiana de la propiedad, fiel a las premisas ético-filosóficas del tomismo, resulta radicalmente opuesta al régimen capitalista de los bienes y a la concepción burguesa de la propiedad”.
Sin embargo, esto, para Zolo, no implicaba un respaldo al comunismo soviético, sobre el cual señalaba: “La experiencia histórica ha demostrado lo insuficiente, lo utópico y hasta lo radicalmente erróneo de sus proposiciones y de sus actuaciones prácticas, dirigidas a la edificación de una perfecta sociedad comunista sin clases, sin propiedad privada y hasta sin derecho, sin estado y sin religión”.
En síntesis, el Concilio que llegó de la mano de Juan XXIII fue “revolucionario” porque señaló la transición de la iglesia de una condición marcada por la dimensión constantiniana a otra condición donde su “opción por los pobres” sería el principio adoptado por más de un católico, tanto laico como eclesiástico.
Fuentes consultadas:
AAVV (1965). Diálogo de la Época. Católicos y Marxistas. Buenos Aires, Platina.
De Amilibia, Miguel. “Los Hombres de la Historia. Juan XXIII”, Buenos Aires, CEAL, 1975-1985.