José Clemente Orozco y el muralismo
- Por Miguel Ruffo
- Tamaño disminuir el tamaño de la fuente aumentar tamaño de la fuente
Hoy se cumplen 140 años del nacimiento de José Clemente Orozco, quien fue junto a Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros uno de los más excelsos representante del muralismo mexicano, el arte de la revolución de 1910. En su obra se fusionan, por un lado, los proyectos de renovación del arte mexicano, y, por el otro, la pasión política por un México que dejase definitivamente atrás a la sociedad mísera, semifeudal y del despuntar del capitalismo que caracterizaba a su época.
Entre 1922 y 1927 se desarrolló la primera gran empresa del muralismo en la Escuela Nacional Preparatoria. El movimiento muralista implicó por su concepción y por su praxis el desarrollo de un arte público. En el soporte de los muros encontraron los muralistas, el fundamento y la especificidad de su arte. Revolución mexicana y pintura mexicana se interrelacionan, aunque la pintura fue mucho más allá de la revolución. Mientras que esta última nunca rebasó el horizonte burgués, la pintura con su realismo social se inscribe dentro del pensamiento socialista.
En su obra Orozco no deja de aludir a los costos humanos de una época signada por la revolución y la guerra, con el precio pagado por el hombre incluso a nivel individual. Es que las épocas de revolución también tienen su dramatismo y tragedia: las laceraciones generales en el tejido social y las laceraciones particulares en la dimensión individual. Todas las contradicciones que atraviesan la historia, más aún en épocas como la de la conquista, cuando el México indígena perdió su libertad, o en épocas de revolución, cuando el campesinado indígena y mestizo se alzó para reclamar la tierra y la libertad, todo ello aparece en Orozco con sus matices, contrariedades, desgarramientos, fuerzas antagónicas entremezcladas en violentos choques. Juegos de conflictos que ponen a la condición humana en tema de pregunta.
Ciertamente el muralismo mexicano fue una pintura fundamentalmente figurativa, pero en el caso de Orozco, se revelan datos provenientes del expresionismo. Se advierte en su arte la influencia del pintor noruego Edvard Munch.
Orozco estuvo en los EEUU entre 1927 y 1934, particularmente en Nueva York y California. Y, por experiencia propia, conoció así dos mundos: el de la ciudad rectora del imperialismo norteamericano y el de una región que otrora perteneciera a México y que la expansión del capital estadounidense le arrebató.
Hacia 1940 ya estaba establecida su condición de maestro de la pintura contemporánea y su influjo se ejercía sobre los jóvenes artistas no sólo mexicanos sino también estadounidenses. Desarrolló una intensa actividad en la ciudad mexicana de Guadalajara con murales en la Universidad y en el Palacio de Gobierno. Entre 1941 y 1942 también se ocupó de pintar obras de caballete reunidas en la colección del médico Álvar Carrillo Gil. Tuvo numerosos reconocimientos en México, sobre todo por los trabajos presentados en el Colegio Nacional entre 1943 y 1946.
Veamos algunas de sus obras:
El combate, óleo sobre tela de 1920, se presenta ante quien lo contempla como un zambullirse en el fragor de una lucha donde se entrelazan con vigor los cuerpos y las armas. En un primer plano, y hacia la derecha, un combatientes se está lanzando sobre los brazos del adversario, una de cuyas manos sostiene en lo alto un arma blanca. Al centro, un segundo combatiente ha visto atravesado su cuerpo por una bayoneta, mientras cae sobre su rival. En el extremo inferior izquierdo, y casi en un abrazo de la muerte, se vuelcan dos contrincantes, mientras el combatiente sostiene firmemente con su puño un puñal que clava en su oponente, cuando el brazo izquierdo de este parece descansar plácidamente en el torso del revolucionario. Espaldas claras se perfilan, figuras negruzcas hacia el fondo y en el extremo superior izquierdo, un celeste blanquecino recorta un cielo lejano.
Se ha visto en los personajes que se encuentran en La casa blanca, óleo sobre tela de 1922, íncubos de la demonología medieval, recuperados por el romanticismo, lamentando el enseñoreo de la muerte, sobre la límpida casa campesina, que solitariamente se yergue en un paisaje oscuro de noche sin luna que hace juego con los demonios del inframundo.
Hidalgo, fresco de 1937, exhibe al México revolucionario, al México de ayer, de Hidalgo y Morelos y al México del presente, con Zapata y Villa. Es el México que lucha por su libertad. Una libertad que está plagada por el dolor de millones, por esos cuerpos y cabezas caídas, por ese puñal ascendente que parece buscar otra víctima, por esas banderas rojas que flamean en un viento que parece agitarlas desde la muerte, por ese ojo muy abierto del caído, hacia el extremo inferior derecho, que lleva como recuerdo al otro mundo la visión del dolor y de la muerte. Y allí está el personaje central con su cuello atravesado por un puñal, orientando su vista hacia las alturas, hacia un alto donde el rojo de la bandera parece decir el ideal por el que han caído tantas cabezas. Es el dolor de toda una revolución. Son los múltiples puñales, los píes caídos, las bocas desfiguradas, la cabeza seccionada sostenida por los pelos, por la mano derecha del personaje principal. Sus brazos se abren, una de sus piernas se extiende oblicuamente, la otra queda oculta por los cadáveres que se agolpan. Su mirar persiste en reclamar justicia, una nueva vida, lo único que puede justificar tanta muerte y dolor.
En Hombre en llamas, fresco de entre 1938 y 1939 ubicado en la cúpula del Hospicio Cabañas, vemos en un círculo, como figura de la totalidad de lo real, el caminar de un hombre cuyo cuerpo parece consumido por las llamas de una hoguera que nos hace recordar a las condenas a muerte de la Inquisición. Y recostándose en la circunferencia del círculo figuras humanas. Una de ellas con los ojos muy abiertos, el perfil de la otra con la boca entreabierta. Ojos y boca, el ver y el hablar, visión y lenguaje, todo para denunciar el recuerdo de un medioevo que está reducido a las llamas del fuego de una hoguera. Reminiscencias medievales son las que se han visto en esta pintura de Orozco y el fuego está allí para hablarnos del castigo en la tierra y en el infierno. Las palmas de las manos de uno y otro personaje parecen como parar o decir basta a tantas ejecuciones.
En Luchas Proletarias, fresco de 1941, están los cuerpos de los mártires obreros, los picos con los que se golpea la dura tierra, la puerta que deja ver la continuidad de la lucha. Miles de cabezas lanzándose al fragor de la contienda. La lanza apuntando y guiando, llamando al combate, porque el puño que la sostiene tiene la energía y la decisión de combatir. Luchas Proletarias exhorta, con la fuerza del mirar, a golpear y golpear, con la pica del esclavo del capital.
La Victoria, óleo sobre tela de 1944, no tiene las gráciles formas de las Victorias griegas. Al contrario, nos encontramos con el cuerpo, si se quiere deforme, pero deforme según los cánones de la belleza femenina de acuerdo al pensamiento del burgués, de una mujer proletaria. Su grito desgarrador, al estilo de Munch, está indicando a sus famélicos y esqueléticos hijos que la victoria esta hacia el allá donde apunta su mano izquierda. Las vigorosas alas de la Victoria son el vuelo, el levantar la bandera para conquistar la nueva vida. La corona que ciñe su pelo es la del reino del trabajo. El saludo a la Victoria, a su bandera, por parte de los esqueléticos hijos, son sus sonrisas, casi sarcásticas, de sentirse triunfadores en medio del hambre que denotan sus huesos.
Hemos visto en la obra de Orozco más de una vez el motivo del cuerpo de un hombre herido por un puñal o una bayoneta, todo inserto en el centro de un combate. En Hombre atravesado por una lanza, piroxilina sobre masonita de 1947, el artista ha desnudado el motivo, lo ha aislado y separado de toda acción. Y lo ha convertido en motivo de estudio y de reflexión. El hombre herido abre sus manos dejando pasar la lanza que atraviesa su cuerpo. Flexiona sus piernas y está cayendo. Su rostro ennegrecido mira hacia el cielo como si estuviese pronunciando una plegaria al Dios de los Cielos en el momento de su agonía. Es el obrero que ofrenda su cuerpo: “aquí está mi cuerpo para que lo atravieses”. La desnudez lo ha despojado de todo camuflaje. Es su cuerpo prístino al momento de la muerte. No se lleva del mundo más que su naturaleza. no ha encontrado la más mínima piedad en la lanza del burgués.
En El Esclavo, piroxilina sobre masonita de 1948, vemos un grillete provisto de dos llaves. El lenguaje es realista, figurativo, porque podemos reconocer en la figura el grillete y las llaves. Pero a un mismo tiempo el lenguaje es simbólico: no aparece ningún hombre sujeto por esos grilletes, no aparece ningún esclavista como dueño de esas llaves que le dan la propiedad del esclavo. Pero allí está el esclavo, aludido por el grillete que lo inmoviliza, que lo convierte en una cosa que es propiedad de otro. Y allí está también ese otro, el esclavista, porque las llaves le pertenecen a este. Pero atendiendo al carácter polivalente del símbolo podríamos decir que las llaves son aquellas que Jesús le entrega a Pedro cuando le dice: “Y te daré las llaves del Reino”. El esclavo tiene las llaves que le permiten acceder al reino, porque como “pobre bienaventurado”, a él pertenece el Reino de los Cielos. Son las llaves de la Gracia que el esclavista nunca podrá tener.
Fuentes consultadas:
Del Guercio, Antonio (1970). Pinacoteca de los Genios. José Clemente Orozco, Buenos Aires, Codex.