Henri Matisse, explorador del color
- Por Miguel Ruffo
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Se cumplen hoy 70 años de la muerte de Henri Matisse, uno de los pintores más importantes del siglo XX. Señala la ensayista Emma Rodríguez que “sus obras jalonan una trayectoria siempre a la búsqueda de la luz, del color, de la simplificación, de la distorsión, elementos claves del fauvismo”. De este movimiento, en el que abrevaron André Derain, Maurice de Vlaminck, Albert Marquet, Georges Rouault, Raoul Dufy y Georges Braque, Matisse fue principal exponente.
La pintura de Matisse se caracteriza por expresar a través del color toda una gama de sentimientos y pensamientos. Sus colores son puros, niegan la búsqueda de las formas a partir de la luz como así también la representación del espacio por medio del claroscuro.
Los colores que había visto en su infancia lo llevaron a una vida marcada por una búsqueda constante para reencontrarlos, sin importar las dificultades y adversidades que se presentaran. Y todo ello para seguir la estela de sus instintos, y con ellos y pese a todo, estallar en los colores el alcance de la verdad. Sus búsquedas estéticas lo llevaron al desarrollo de un espacio pictórico de colores autónomos y de renovación formal.
“Desde el momento en que sostuve la caja de pintura de colores en mis manos, supe que esa era mi vida”, dijo Matisse en una ocasión sobre cómo comenzó su destino de artista. Y agregó: “Era una atracción tremenda, una especie de paraíso en el cual me sentía completamente libre, solo, en paz”. En esa caja de pinturas que le regaló su madre, encontraría el camino que lo conduciría al elixir de su vida.
El ver de Matisse descubre en los objetos de su visión la esencia que hace de ellos una belleza sublime. Sus pinturas son rápidas y concisas. Son un fluir de colores impulsivos que pertenecen a otro mundo y que inauguran una nueva época en el arte pictórico. Matisse estuvo gobernado por una obsesión. Al comparar sus pinturas con las que veía en las salas del Museo del Louvre, se sentía empequeñecido, se minusvaloraba. Sentía que su técnica era endeble, que su creación se alejaba de la creatividad de los grandes maestros. Pero en las obras de Goya descubre que no se trata de alcanzar la perfección mediante el dominio de las técnicas, sino que la pintura es un don de la vida, casi un don de Dios, y que en el arte se alcanza la sapiencia por medio del impacto emocional.
No todo fue fácil en la vida de Matisse: Picasso es una figura inevitable en su biografía. En ambos sobresale, aunque en sentido contrario, la figura paterna. El padre de Picasso, no solo era pintor, sino que siempre lo alentó en su desarrollo como artista; por el contrario, Matisse no tuvo el apoyo del padre, ni éste constituyó un referente positivo en su vida. Pero en uno y otro caso la figura del padre se alza para explicar el derrotero de sus existencias. Matisse terminó por constituirse en un creador que marcó el desarrollo de la pintura del siglo XX.
Aquí, el análisis de algunas de sus pinturas:
En Autorretrato, de 1906, nos encontramos ante el rostro de un creador que no se rinde ante las adversidades. ¿Cómo se veía asimismo? ¿Qué vio con esos ojos que parecen estar escudriñando al objeto de su visión? No hay serenidad. Tal vez, sí, rabia contenida. Sus ojos acusan a los incomprensibles sujetos que lo rodean. El cuello de la remera que cae sobre uno de sus hombros deja ver la fuerza que emana del interior de su personalidad, como si esta fuese el sostén para una vida de lucha contra las adversidades.
En Peces rojos con escultura (desnudo tendido), de 1912, tres peces rojos están como aludiendo al mandato de Jesús a sus apóstoles: “Los convertiré en pescadores de hombres”. El color rojo es el enigma entre la sangre del martirio del Salvador y el furor de un derrame de sangre por una causa ajena al principio de la vida. Es que el cuerpo desnudo de la mujer es la tentación del rojo del Gehena. Las flores, rojas, negras, amarillas, están como flotando en el aire que se desprende del florero. Son las flores multicolores que agitan la búsqueda vital de los pescadores de hombres. El azul nítido de la mayor parte del fondo es el cielo como corolario que preside el drama humano. El amarillo es la razón del sol como yo que guía la elección de los valores que se asignarán a los rojos. El blanco es la luz que recuerda el agitarse de las flores en el aire de la luminosidad. El gris parece recordar los matices de la vida como una elección no sencilla para el mirar de esos ojos negros que, estupefactos ante lo observado, deben proceder a la elección del rojo de los peces, de los hombres que vierten su sangre.
En Interior rojo (naturaleza muerta sobre mesa azul), de 1947, el dominio del rojo es la sangre que sacude toda la interioridad de una pasión humana. El azul de la mesa nos recuerda el sostén del cielo para toda pasión. Por eso las flores ascienden y caen, como si en el subir y bajar estuviese la clave de las alternativas de toda decisión. Como si fuese una ventana abierta al exterior, los puntillos de colores piensan el colorido de los paisajes como flor de la vida. Por último, el rostro de perfil de una mujer en el interior de un círculo es la ronda nítida señalada en la elección del camino a recorrer donde, como ondas negras que atraviesan la rojez, revelan los peligros que se deben afrontar en la búsqueda del elixir.
En Interior con violín, de 1918, una ventana, con una de sus hojas cubierta por una persiana y la otra con la persiana abierta al exterior, dejan ver unos arbustos. El violín está descansando entre los brazos de un sillón. Su azul pleno, nítido y furioso, representa su musicalidad que contrasta con el azul más suave del cielo que se deja ver tras la persiana abierta. Es que las pasiones del hombre (azul nítido) carecen de la prudencia del Dios del cielo (azul suave). Una negrura absorbente se interpone entre ambos azules, entre el hombre y Dios. Verdes, amarillos y rojos salpican la escena para no olvidar las alternativas de la vida que determinan los vínculos entre ambos azules, entre el hombre y Dios.
En Interior con funda de violín, de entre 1918 y 1919, todo es sereno. Los amarillos de las paredes, el blanco de las cortinas, el azul de la funda del violín, el azul del paisaje exterior, el negro que acompaña los matices de colores, todo lleva a un estallido colorístico para que el espacio construido revele la serenidad que acompaña al silencio de la contemplación del paisaje azul.
Parece como si los colores hubiesen salpicado el espacio interior de este palacete que se ve en El biombo moruno, de 1921. Puntillas y puntillos de color. Dos mujeres de blanco traducen la pureza de la femineidad. La mesa, por su forma circular, nos transporta a los ciclos de la vida marcados por la presencia femenina. El rojo de un libro denota la pasión de las flores –ya mitema en la obra de Matisse– que ascienden y caen, señalando el levantarse después de una caída. La atmósfera de colores (blancos, azules, celestes, rojos, negros) nos introducen en las múltiples facetas de la vida. Los arcos, que forman las puertas del biombo, salpicados de azul-celeste, son las puertas de la eternidad.
Nuevamente la fiesta de colores aflora en Dos odaliscas, una desvestida, con fondo ornamental y damero, de 1928. Blancos y azules en los cuerpos de las odaliscas, matizados por amarillos, negros y grises. Rojos dominantes en las paredes, blancos, amarillos y celestes en las cortinas, blancos y negros en el damero, azules que acompañan el descanso de las odaliscas. El desnudo de la una y el vestido de la otra marcan las alternativas del danzar.
Fuentes consultadas:
Bonet, Jean Manuel. “Henri Matisse en la luz de Niza” y “Una sombra alargada y luminosa” en Descubrir el Arte, Año XI, N° 124.
Rodríguez, Emma. “Matisse. El genio incomprendido” en Descubrir el Arte, Año X, N° 109.
Villafranca Jiménez, María del Mar. “Matisse y la Alhambra. Peregrinación a Oriente” en Descubrir el Arte, Año XII, N° 140.