Guillermo Butler y los paisajes
- Por Miguel Ruffo
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Hoy se cumplen 60 años del fallecimiento de Guillermo Butler, pintor y sacerdote cordobés. Nació en 1880 y a los 28 años, luego de su ordenación y de sus primeros estudios de pintura, viajó a Italia para estudiar derecho canónico, pero pronto abandonó esta disciplina y se concentró en su formación artística. Visitó numerosos museos, entre ellos el del convento de San Marcos, en Florencia. Allí pudo admirar los frescos de Fra Angélico sobre los que dijo que lo “hicieron temblar de emoción”. Desarrolló, sobre todo, la pintura de paisajes a través de representaciones de campos, ríos, bosques, montañas y sierras.
El paisaje, como género pictórico, se remonta a la Antigüedad y prácticamente está presente en todas las culturas. Sin embargo es en la cultura artística de Occidente donde alcanza su mayor apogeo y desarrollo. A partir del siglo XV, con el Renacimiento, el redescubrimiento de la naturaleza hizo que en numerosas pinturas apareciera el paisaje como fondo. En el siglo XVII el paisaje se constituyó como género independiente, fue abordado por los principales exponentes del arte y alcanzó su máximo esplendor. En el siglo XIX fueron los impresionistas los que, con gran claridad, se valieron del paisaje como campo propicio para indagar en cuestiones técnicas. Así, observaban, por ejemplo, las variaciones en las tonalidades de los colores en los diversos objetos de la naturaleza provocadas por la diferente incidencia de la luz, según el paso de las horas del día.
La relación entre el sujeto pintor y el objeto pintado, vale decir, la naturaleza, experimentó a partir del romanticismo un cambio radical en la percepción del artista. Ya no es el sujeto un mero espejo en el que se refleja el objeto, sino que desempeña una función activa en la consideración del objeto. La relación del pintor con la naturaleza es esencialmente distinta a la postulada por la poética clásica. El pintor funde sus emociones con la naturaleza y la pintura es el escenario privilegiado de esa fusión. Se produce una especie de unión sagrada entre el pintor y el mundo natural o, para ser más precisos, el mundo interior del artista se proyecta sobre la naturaleza. La pintura deja de ser una copia de lo natural para convertirse en la sublime proyección de la espiritualidad del artista sobre los bosques o las aguas de los ríos y mares. En la pintura de paisajes nos encontramos con la nueva concepción estética de la naturaleza. La razón de ello reside en la capacidad de convertir al paisaje en el objeto donde se plasma el alma del artista. Se da una identificación entre el alma y el paisaje. Los sentimientos más profundos del artista se encuentran entre los verdes de las hojas de las plantas y árboles, entre las blanquecinas formaciones nevadas de los picos de las montañas, entre los amarillos anaranjados de los atardeceres, entre los celestes cristalinos de los cielos… No es solamente el deslumbrar de los colores, sino un teñirse del paisaje con los sentimientos morales y religiosos del artista. Nos encontramos con una magnificación de la naturaleza, con la conquista plena del mundo natural por los sentimientos y emociones del artista y, como la obra pictórica no es una simple copia o reflejo de lo natural, entonces asistimos a una identificación de la moral y la verdad con la naturaleza. La subjetividad del artista es la clave para interpretar la realidad natural.
Para Guillermo Butler “el arte no es una simple distracción (…) [es] una necesidad imperiosa de nuestro espíritu”. Por eso, afirma Diana Wechsler: “En sus obras el paisaje se espiritualiza. Organiza el espacio ordenándolo por medio de formas simples, volúmenes netos y colores engomados. Espacios iluminados por una mágica luz clara y pareja, evitando todo tipo de contrastes fuertes, da al conjunto de sus obras un carácter muy homogéneo”.
Veamos, ahora, algunas obras de este artista-sacerdote.
Serranías, óleo sobre tabla de 1938, nos presenta un paisaje en las distintas gamas y tonalidades del verde. Pero ¿qué es lo bello en esta pintura (y en el conjunto de los paisajes)? ¿Acaso las sierras de Córdoba contempladas in situ? ¿O el óleo de fray Guillermo Butler? ¿Dónde reside la belleza: en las sierras o en la pintura? ¿Hay una belleza natural y otra belleza artística? Si nos atenemos a Hegel, podemos decir que, en realidad, la belleza como objeto de la estética solo la encontramos en la obra de arte, por cuanto el producto artístico ha pasado por el tamiz del espíritu del artista. Y es el trabajo del espíritu lo que produce la belleza, y es en esta perspectiva de análisis que las Serranías de Butler son bellas. Así, los verdes, desde los más claros hasta los más profundos y nítidos, los registros de color, las superposiciones de que se vale para crear el espacio, son las obras del espíritu del artista que se plasman en la tabla generando belleza. Las sierras participan del simbolismo de las montañas que vinculan a la tierra con el cielo, vale decir, a dos de los planos del mundo. Pero como las sierras son más bajas que las montañas, con esto Butler nos sugiere la proximidad del cielo a la tierra. Un camino angosto se interna en el paisaje serrano. Jesús decía: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. El camino denota a Jesús que ha anunciado el Reino de los Cielos. El reino está dado al hombre. Asimismo, el camino es angosto, porque, al decir de René Guénon, la puerta solsticial (el solsticio de invierno) del camino de los elegidos es angosto, ya que muchos son los llamados pero pocos los elegidos.
Campo de Pucará, témpera sobre cartón de 1950, exhibe el protagonismo exclusivo de las serranías. Nada indica la presencia del hombre. Es la emoción del artista frente a la majestuosidad del mundo natural. Tres nubes blancas se distinguen en el cielo como si fuesen la trinidad cristiana (Padre, Hijo y Espíritu Santo). Es el Dios creador del mundo, de los cielos y la tierra. Y como la mano del hombre no ha intervenido en este paisaje, ello revela la belleza creada por Dios. Este ha querido que la casa del hombre sea bella para despertar su espíritu y elevarlo en forma ascendente por medio del arte para el encuentro con su creador. En efecto, desde la perspectiva de Hegel, el espíritu subjetivo tiene tres formas de acceso a lo absoluto, una de ellas es por medio de una imagen sensible, o sea, por medio del arte. Así, en esta témpera, volvemos al tema de la proximidad del cielo a la tierra y, en ese cielo, hay tres nubes blanquecinas. Lo blanco apunta a la pureza, al amor puro de Dios, próximo a la casa-tierra que él ha creado para la humanidad.
En Paisaje otoñal, témpera sobre papel de 1940, tenemos en un primer plano una pequeña casita que nos está indicando el trabajo del hombre; un árbol, mucho más grande que aquella, desprovisto de la mayor parte de su follaje; y al fondo un bosque tupido como queriendo anunciar el futuro verdor de la primavera. Un primer plano, entonces, de naturaleza dormida (el otoño representa el dormir de la naturaleza). Y tenemos un segundo plano, al fondo, de naturaleza despierta. Es el eterno ciclo vital del mundo natural que contiene al hombre, cuya presencia es convocada por la casita. Es el eterno ciclo de las estaciones, es la antípoda otoño-primavera de la gran casa-tierra que cobija a las casitas de los hombres.
En Sierras Doradas, óleo sobre cartón de 1956, vemos, una vez más, el paisaje desprovisto de la presencia del hombre. El verdor de las serranías contrasta con la montaña casi blanquecina del fondo. Un paisaje que nos habla nuevamente de la casa que Dios creó para el hombre. El verde de la serranía es el bello jardín. ¿Qué mejor alegoría de ese primer episodio de la historia sagrada que es la creación del hombre en un jardín? El blanco de la montaña nos habla de la luz de Dios, porque la luz es blanca y porque Jesús es la luz del mundo. En este paisaje tenemos una alegoría del primer y sexto día de la creación: el primero cuando Dios crea la luz y el sexto cuando crea al hombre.
En Camino del Valle, óleo sobre cartón de 1934, observamos en un primer plano un camino que se interna en una formación montañosa. Y como la montaña nos habla de la unión de la tierra y del cielo, pueden ser los dos mundos que coexisten en la condición humana: el celestial y el terrenal. Y, como Jesús es el camino, nos invita a introducirnos en las sierras y montañas para ascender a la patria celestial. Esto nos hace creer en el carácter sagrado de la naturaleza y Butler, al pintar, rinde el mejor homenaje a Dios. Dios existe en todas partes, la naturaleza es Dios. Tal como lo había señalado Spinoza: “Dios, o sea, la naturaleza”. La naturaleza como “altar de Dios”.
En Solitario, témpera sobre cartón de 1949, encontramos un árbol solo, sin hojas, junto a un río y un bosque al fondo, del otro lado del río. El árbol que ha perdido sus hojas, sus vestiduras, es el hombre que debe desnudarse, despojarse de todos sus aprendizajes previos y, en la soledad del iniciado, recorrer el camino que ha de conducirlo a un nuevo verdor, a nuevas vestiduras, denotadas por los árboles del bosque, que son los maestros que lo han precedido en el camino del aprendizaje.
Paisaje de Córdoba, témpera sobre cartón de 1936, muestra la naturaleza unida: el árbol, la serranía y el cielo, con el hombre y la casita. El mundo natural cobija al mundo del hombre. Este es pequeño en relación a la grandeza de la naturaleza. Nos está llamando a saber convivir con ella, a cuidarla y respetarla, porque solo así el árbol seguirá teniendo follajes en cada primavera.
Camino de la Sierra, óleo sobre cartón de 1941, nos vuelve a revelar que, si las sierras recorren gran parte de la producción de Butler, lo mismo podemos decir del camino. Es como ascender por este para dialogar con Dios en la montaña. Nos está convocando a la casa de Dios, como lo revela la empalizada abierta; tal vez seamos otros tantos Moisés que debemos encontrar a Dios en la soledad de la montaña. Dios nos espera, sus puertas están siempre abiertas, como lo dice la empalizada.
En Casita en las Sierras, óleo sobre cartón de 1958, vemos una casita perdida en la inmensidad de las serranías. Lo diminuto de la creación humana frente a la grandeza de la creación divina. Y una vez más, la naturaleza como la casa que Dios creó para el hombre.
Invierno en el lago, témpera sobre cartón de 1946, es un paisaje invernal apacible. El árbol pelado no se agita, las aguas están tranquilas, el cielo no presenta nubes. Todo ha sido compuesto límpido para una fiesta. La ausencia del hombre invita a preguntarnos por el sentido de la vida. ¿No le falta a este paisaje invernal el morador de la casa-tierra? ¿No está esperando la naturaleza la presencia del hombre para despertar y florecer?
Hemos recorrido algunas de las pinturas de Guillermo Butler y concluimos con unas palabras que, sobre su producción, hilvanó Delfina Bunge de Gálvez: “La obra de Butler es no un paisaje o un jardín determinado, sino un ambiente, es como si dijéramos un estado del mundo, un estado de ánimo, del ánimo del cielo y la tierra”.
Fuentes consultadas
Álvarez Lopera, José. “Monet en su jardín”, en Descubrir el arte, Año II, Nº 34, diciembre 2001.
Álvarez Lopera, José. “Carlos Haes. Nueva visión del paisaje”, en Descubrir el arte, Año IV, Nº 42, agosto 2002.
López Anaya, Jorge. Cuatrocientos años de arte argentino (1600-2000), Buenos Aires, Sudamericana, 2001
Perez Segura, Javier. “Friedrich y la épica del paisaje”, en Descubrir el Arte, Año II, Nº 19, septiembre de 2000.
Wechsler, Diana. “Identidad y paisaje”, en AA.VV. Impresionismo y paisaje, Buenos Aires, Ediciones Banco Velox, 2001.