Gregorio de Laferrère, porteño y universal
- Por Tras Cartón
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Hoy se cumplen ciento diez años de la muerte del gran dramaturgo argentino Gregorio de Laferrère, cuya obra, junto con las de Florencio Sánchez y Roberto J. Payró, dio lugar a la época de oro de la escena nacional. A propósito de este aniversario, reproducimos el trabajo que nuestra recordada Haydée Breslav realizó para la edición impresa de Tras Cartón de noviembre de 2013 en ocasión de celebrarse el centenario de la partida del célebre literato.
Gregorio de Laferrère había nacido en Buenos Aires el 8 de marzo de 1867, en el seno de una familia de holgada posición. Cuenta Luis Ordaz, en su tan socorrido trabajo sobre el dramaturgo, que este “cursó sus estudios primarios y secundarios sin poca dedicación, al parecer” y que “atraído por el periodismo batallante y caricaturesco, por entonces en boga, funda con Adolfo Mujica El Fígaro”.
Cuenta también que a principios de la década del 90 “la Argentina se halla no sólo padeciendo una honda crisis integral, sino, también, en plena encrucijada, y Gregorio decide bregar contra la descomposición político social que impera en el país”; así, se entrega a la política partidaria en la que participa decididamente, llegando a ocupar distintos cargos electivos.
María Inés Rodríguez Aguilar, directora del Museo Roca, explica que Laferrère “transitó con espíritu crítico y equilibrado al interior de las profundas transformaciones de la ‘Argentina aluvial’, de régimen liberal conservador, periodo de heterogeneidades crecientes, de tensiones sociales y políticas y de una aceleración económica positiva que habilitó a la aventura del ascenso social a criollos e inmigrantes en dispar ritmo”.
Precisa que “de educación refinada no sistemática, perteneció al autonomismo porteño en la línea de Carlos Pellegrini y ejerció el gobierno local de Morón”. (Digamos por nuestra parte que pensar en quienes han sido intendentes de ese municipio en los últimos tiempos nos confirma en el convencimiento de la involución en la calidad de la dirigencia argentina).
La historiadora refiere asimismo que “desde su ejercicio político legislativo (1893-1908), Laferrère devino en un agudo testigo de las desavenencias internas y falencias del régimen, y de los reclamos y emergencias de los nuevos actores políticos de convicciones socialistas y anarquistas”. En cuanto a sus textos, señala que “aportaron al conocimiento crítico de la realidad y propusieron a nuestra sociedad una lúcida e interesante forma de debatir su problemática, enhebrando los imaginarios de su época y de su clase”.
Castigat ridendo moris
Desde el siglo XVII esta frase (“castigar riendo a las costumbres”), atribuida al poeta francés Jean de Santeuil, ha sido la divisa de la comedia. Es sabido que, así como la tragedia enseña mediante el miedo y la compasión, la comedia lo hace a través del placer y la risa; y mientras aquella exhibe como protagonistas a dioses, héroes o reyes, esta se contenta con retratar a hombres y mujeres comunes y corrientes. Por eso es tan importante que el comediógrafo posea, además de gracia e ingenio, un profundo conocimiento de la naturaleza humana.
Gregorio de Laferrère tenía estas cualidades en grado sumo: sus obras le eran dictadas, como quería Víctor Hugo, por la inspiración y la observación. De ahí que, a pesar de haber sido un hombre de su tiempo, del cual y para el cual escribió, esas obras conserven mucha de su lozanía original.
Adrián Di Stefano, director general del teatro El Colonial, en cuyo repertorio figuran Las de Barranco (desde 1987) y ¡Jettatore! (desde 1996), manifiesta que “a través de su pluma Laferrère dejó plasmados una época, un estilo y un modo de vida, creó personajes muy convincentes y significativos, y marcó un estilo de interpretación y de trabajo”.
Di Stefano observa que Laferrère “es un autor clásico”, y explica: “Digo esto porque los textos clásicos se mantienen vigentes a través del tiempo: cambian las modas y las costumbres, pero la esencia del mensaje permanece inalterable”.
En ese sentido, estima que “más allá de pintar lo característico de una época, Laferrère tuvo la particularidad de plantear cosas que después fueron sucediendo y de alguna manera siguen pasando hoy en día”.
Destaca además “la universalidad de su temática, porque si bien ambienta las obras en una ciudad del Río de la Plata, lo que ocurre en ellas bien puede pasar en cualquier lugar del mundo”.
“El valor de las obras de Laferrère reside precisamente en su universalidad y permanencia, y sobre todo en el hecho de haber formulado, a través de situaciones graciosas, una crítica muy fuerte y muy aguda a la sociedad de la época”, afirma.
El debut
Sus contemporáneos describen a Laferrère como un bon vivant que aportaba a la escena porque simplemente disfrutaba de la escritura dramática, y sin proponérselo obtuvo el favor del público. Él mismo lo dijo: “Escribo porque me divierte, no escribiría si me aburriera. Me complace que el público, en franca camaradería conmigo, se regocije con mis comedias, pero no le guardaría rencor si ocurriese lo contrario. Eso sí, no volvería a escribir, pues no tengo interés alguno en aburrir a la gente”.
Según Ordaz, Laferrère se inició en el teatro “como jugando y para divertirse, pero la prueba es decisiva, dado que inicia y define su carrera de autor”.
Cuando abordó su primera obra, ¡Jettatore!, “desconocía por completo la técnica de escribir un texto” y la comedia “fue rechazada por Jerónimo Podestá, quien ignoraba el nombre del autor”. Sin embargo, “manos amigas hicieron llegar el libreto a Joaquín de Vedia” y este crítico a su vez “le entregó el manuscrito a Enrique García Velloso, otro activo hombre de teatro de la época, mientras le adelantaba que era una pieza sumamente graciosa”. Por su parte, “García Velloso la encontró defectuosamente armada”, pero “se entusiasmó con la viveza y frescura de la obra”.
Siempre en palabras de Ordaz, “Laferrère comprendió de inmediato las observaciones de García Velloso y a los pocos días, siguiendo sus indicaciones, la obra se hallaba concluida con la maestría de un auténtico profesional del teatro”. Y prosigue: “El 30 de mayo de 1904, ¡Jettatore! se estrenó en el Teatro de la Comedia con gran suceso”. Todas las crónicas coinciden en señalar que el estreno constituyó un acontecimiento social y destacan la asistencia del presidente Roca, quien presenció la función desde su palco avant-scène.
Se ha dicho que la obra está inspirada en Jettatura, la nouvelle de Théophile Gautier; y así ha de ser, pues a ella alude uno de los personajes. “Un escritor francés cuenta la historia de uno [un jettatore] muy famoso”, dice Carlos en el primer acto. Pero las diferencias son muchas.
Gautier era efectivamente francés, y además romántico y supersticioso: así, exalta el poder de la fatalidad, pero la modicidad del tema le impide remontarse a las alturas de la tragedia, y el relato deriva en truculencias que poco dejan a la imaginación del lector, por lo que mal pueden producirle ese estremecimiento que inspiran los mejores exponentes de la literatura fantástica.
Laferrère, en cambio, era porteño, realista y escéptico; agudo observador, no debieron escapársele las muestras de esa superstición que los inmigrantes napolitanos instalaban en las costumbres locales.
En consecuencia, despoja al tema de toda connotación sobrenatural y lo ubica en un contexto familiar y cotidiano (como establecen los cánones de la literatura fantástica) para ser utilizado como una argucia de enamorados, descripta con indulgente ironía. Pero, a medida que transcurre la acción y a favor de una serie de acontecimientos que se precipitan, crece una duda que el texto en ningún momento despeja.
Otras obras
Al año siguiente, el 6 de mayo, estrena Locos de verano, comedia en tres actos en la cual, según Ordaz, “hace nuevamente gala de su destreza en el armado de escenas vodevilescas y fiel dibujo de prototipos que pululan por la época”.
Prototipos que un siglo después conservan absoluta vigencia: la cholula que colecciona “pensamientos” y autógrafos de famosos, el ocioso niño bien devenido en estafador, los apostadores compulsivos, los escritores tan malos como vanidosos que se reúnen para alabarse unos a otros, el viejo incondicional del partido oficialista, la esnob que se desvive por figurar, el adolescente que incomoda a todos con su fonógrafo, el crítico venal…
Contrasta con todos ellos Enrique, a quien hoy llamaríamos un emprendedor, que reúne virtudes propias de la aristocracia (entereza, sensibilidad, generosidad) y de la burguesía (sentido común, contracción al trabajo, audacia en los negocios). Serán las virtudes burguesas las que finalmente salven a la familia de la ruina.
A su lado está Lucía, la parienta pobre excluida y explotada; joven y hermosa, soporta estoicamente el maltrato de la familia, a la que en su fuero íntimo desprecia.
A todos hace expresarse el autor de modo sorprendentemente actual, tanto en el lenguaje, natural y espontáneo, como en los conceptos. Veamos un par de ejemplos:
“ELENA: (…) ¡La República entera a estas horas se está riendo de mí!
FEDERICO: ¡Bah! La República ya no se ríe de nada”.
“RAMÓN: (…) No quiero saber más de política, ni gobierno, ni oposición. ¡Todos son lo mismo! Está visto que la política no es para nosotros, los pipiolos... la carne de cañón, sino para los que de un lado o del otro saben sacarle provecho. ¡Todo pura farsa!”.
Un año después, el 28 de abril de 1906, se estrena Bajo la garra, comedia dramática en tres actos. En esta pieza Laferrère fustiga a su propia clase: la crítica no es amable y burlona, como en Locos de verano, sino amarga y despiadada: el autor denuncia conductas y expresa su verdad con dureza. Pronto lo acusan de que trama y personajes hacen alusión al Círculo de Armas, adonde suele concurrir; lo niega, pero termina por retirar la obra de cartel, pese a su éxito.
La anécdota es simple: un grupo de jóvenes ociosos, porque sí y con gran inconsciencia, lanza una calumnia que al rodar desencadena un trágico desenlace.
A lo largo de los tres actos, a través de frases frívolas o mundanas, desfilan ante el espectador distintas formas de la maldad y la estupidez, esas dos cualidades a las que resulta redundante adosar el calificativo “humanas”, porque son las que más nos separan de los animales y de Dios.
En definitiva, y a excepción de la víctima y de Anita, la jovencita cuya inocencia le permite confiar en la de los otros, ninguno de los personajes es rescatable. Todos ellos juntos conforman ese monstruo de maledicencia que sería objeto de las invectivas de Discépolo, quien lo llamaría, simplemente, “la gente”.
Párrafo aparte merece, por su ruindad, el personaje de Enrique. Desde Joaquín, el esposo de la Susana bíblica, hasta no pocos protagonistas de letras de tango, pasando por la formidable desmesura de Otelo, el marido de la mujer calumniada es un personaje frecuente en la literatura, que por lo general le asigna un papel, si no ingrato, deslucido; pero es difícil encontrar un exponente tan deleznable como este.
Su obra cumbre
El 24 de noviembre de 1908 estrena Las de Barranco, comedia en cuatro actos, unánimemente considerada la mejor obra del autor.
La trama gira en torno de la protagonista, doña María Barranco, y de la antagonista, su hija Carmen. Desde su aparición, el complejo personaje de la madre ha sido objeto de estudio por parte de numerosos especialistas, quienes lo han analizado desde distintos puntos de vista.
En su reseña, de claridad y precisión poco frecuentes, Di Stefano así lo describe: “Viuda de un capitán del Ejército, no ostenta ninguna de las virtudes que distinguieron en su momento el proceder del difunto. Muy por el contrario, pretende mantener a toda costa una imagen, y para lograr su objetivo utiliza a una de sus hijas como señuelo, aprovechándose de las intenciones de los hombres que de una u otra manera interactúan con ella en su casa. A medida que avanza la obra, su aparente poder va perdiendo fuerza para terminar su accionar con el simbolismo de la caída del cuadro del Capitán, como una muestra acabada del incierto final que le espera”.
En cuanto al personaje de Carmen, lo define como “el símbolo de una hija sojuzgada y sumisa que sufre las consecuencias del mal accionar de su madre: intenta oponerse, pero no puede. Sin embargo, una fuerza interior va germinando hasta que el amor por uno de los visitantes de la casa, que alquilará una de las piezas, logra que despierte en ella un ansia de superación y justicia que terminará por romper el lazo que la une a su madre”.
El desenlace es optimista y aleccionador. “La casa, como el cuadro, se derrumba. Y una luz de esperanza en el amor surge como motivo de rebelión. Y ya nada lo detiene”.
La última comedia
El 27 de agosto de 1911 Laferrère estrena Los invisibles. Se trata, a nuestro juicio, de la menos lograda de sus obras; se describe en ella la locura que se enseñorea de una familia a partir de la afición al espiritismo del padre, que se contagia a casi todos los otros miembros.
Parecería que, pese a su dominio de los recursos escénicos, por momentos la trama se le escapa de las manos al autor, quien la resuelve en un final que, no por abrupto, resulta menos previsible. Sin embargo, la comedia cumple dignamente su función de instruir mediante la risa, al mostrar situaciones disparatadas que derivan de la credulidad y a vulgares ventajeros que se aprovechan de ella.
Laferrère escribió además varios monólogos y diálogos, así como versos y novelas; en 1908 fundó el Conservatorio Labardén para la formación de intérpretes, al que suministraba casi por entero los fondos para su funcionamiento.
Ese mismo año, en ocasión del estreno de Las de Barranco, Juan Pablo Echagüe escribió una crítica para La Nación en la que incluyó el siguiente párrafo, que bien puede caracterizar la contribución de Gregorio de Laferrère a nuestro teatro y a nuestra cultura:
“Hace más que dedicar una observación burlona a ciertos aspectos ridículos de la vida y a ciertas manías extravagantes de los hombres: profundiza el análisis, burla el dolor bajo la risa, comprende que en el fondo la risa emana siempre del dolor ajeno, y nos emociona después de habernos divertido, mostrándonos toda la melancolía que hay en el entorno de algunas existencias corroídas por la miseria material. No pocas veces causa y origen de la miseria moral”.