El arte de Lino Enea Spilimbergo
- Por Miguel Ruffo
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Hoy se cumplen sesenta años del fallecimiento en Unquillo de Lino Enea Spilimbergo, pintor y grabador considerado entre los más grandes del arte argentino.
Nacido en Buenos Aires el 12 de agosto de 1896, tres años después el pequeño Lino fue llevado por su madre al Piamonte (Italia), pero al poco tiempo madre y niño regresaron a la Argentina y se establecieron en el barrio porteño de Palermo.
Spilimbergo comenzó a trabajar a los 12 años y alternativamente estudiaba en la Academia Nacional de Bellas Artes, de donde egresó en 1917 junto a una artista destacada como Raquel Forner.
Entre sus primeras obras se encuentran representaciones del barrio de Palermo, un barrio mentado por Jorge Luis Borges como un espacio social de compadritos y malevos.
En su desarrollo como artista fueron importantes sus tres años en la capital de San Juan adonde se había trasladado por problemas de salud. Allí, en la ciudad de Domingo Faustino Sarmiento, desarrolló el paisajismo y en el paisaje a los tipos sociales que lo habitaban.
Los importantes premios que recibió –Primer Premio del Grabado en 1922, Tercer Premio de Pintura en 1923, Premio Adquisición en Santa Fe en 1927, entre otros– le permitieron dedicarse plenamente al arte. Tuvo la oportunidad de viajar a Europa: a Italia, donde contempló el arte del Renacimiento; a París, la nueva capital de las artes, desde la segunda mitad del siglo XIX y todo ello en años donde, como reacción a las vanguardias, se desarrollaba el “retorno al orden”, con un sabor clasicista que postulaba claridad en la representación, equilibrio en la composición, discreción en el uso de los colores y construcción de mensajes más plausibles.
Spilimbergo se vio influenciado por el muralismo mexicano, especialmente por la obra de David Alfaro Siqueiros. Este movimiento artístico representaba la vanguardia de la revolución, y en sintonía con esta visión, el artista complementó su labor creativa con la militancia en el comunismo y en el sindicalismo de los artistas plásticos. Según el historiador Roberto Amigo, Spilimbergo personificaba “el modelo de un artista de la clase trabajadora que había alcanzado los más altos honores del sistema”.
Spilimbergo combinó el muralismo en las Galerías Pacífico con la pintura de caballete en la que representaba ejercicios diversos con figuras. A nivel del grabado abordó el doloroso vivir de la prostitución en su serie de monocopias que constituyen la Breve Historia de Emma. A mediados de los años treinta compuso la serie de las Terrazas en las que ubica figuras con fondos de paisajes imaginarios. Amigo las considera como “sus pinturas más enigmáticas”.
Si viajar por Europa le había permitido a Spilimbergo conocer “in situ” la obra de los grandes maestros de la pintura occidental, su posterior viaje a Bolivia en los años cuarenta le permitió conocer también “in situ” a las culturas andinas. Un nuevo paisaje natural y social incidirá en la construcción de su plástica.
En más de una oportunidad tuvo enfrentamientos con el gobierno peronista (1945-1955) y tras la caída de Perón fue designado académico de número en la Academia Nacional de Bellas Artes en 1956.
Su plástica perdura como testimonio de hombres y mujeres del pueblo, como paisajes, como murales, como estudio de figuras y espacios.
Analicemos algunas de sus obras:
Figura, 1931, óleo sobre tela.
No estamos frente a un retrato sino frente a un estudio de elementos plásticos, tales como la luz, el color y la perspectiva. Así, el color celeste de los ojos se complementa con el celeste del cielo. Un celeste ciertamente intenso, como para dar a la mirada la penetración que la definen como el mirar del cielo a los hombres. Un cielo que se recorta hacia el fondo y se deja ver a través de un recurso plástico tradicional: la ventana que se abre hacia el fondo de la composición. Para Diana Weschler esta Figura expresa el sentimiento sombrío de la época. En efecto, 1931 es el año de su factura. Ha pasado ya un año del golpe de Estado que derrocó a Hipólito Yrigoyen. El mundo, y la Argentina como parte de ese mundo, están inmersos en una profunda crisis económica desde 1929 con sus secuelas de quiebras de empresas, desocupación y caída del salario real. Son los años del ascenso del nazismo en Alemania. Entonces ¿qué miran esos ojos celestes muy abiertos, que pensamiento descansa en la mano izquierda llevada al mentón? Si en la figura de esta mujer se expresan las sombras de una época innoble, entonces, el mirar de los ojos es la vista que perfora y si se quiere condena al mundo en que le ha tocado vivir. El pañuelo rojo anudado al cuello hace recordar al pañuelo de los pioneros del comunismo en la Unión Soviética. Una pionera, ahora agazapada, en la codena del mirar. Para Roberto Amigo esta figura se inscribe en la “iconografía de la melancolía”, pero si lo melancólico se vincula con una añoranza, entonces, el mirar sombrío al presente es también el recuerdo de una época pasada que fue distinta. Figura, entonces, se nos presenta más que como un estudio de componentes plásticos. Circunscribirnos a estos componentes nos lleva al formalismo, a la forma por la forma misma y nos hacer perder de vista el profundo significado del mirar de los ojos, de ese celeste intenso de un mirar que desde el cielo condena lo que está aconteciendo en la tierra.
Figuras, 1937, óleo sobre tela.
Una mujer y un niño, una madre y su hijo. Nuevamente el mirar se nos convierte en el recurso más potente de la obra. Esos ojos, grandes y muy abiertos, de perfecta forma circular, de celeste intenso, aquí acompañados por el azul del pullover del niño, ¿qué miran? Tal vez la respuesta no esté en buscar un objeto para el mirar. Tal vez lo que Spilimbergo nos quiere decir es que el mirar es la base de toda condición humana. Miramos al mundo que nos rodea, seguimos con la mirada a la mujer que amamos. No miramos a todos por igual. Antes, al contrario, cuando queremos ver, nuestro mirar adquiere un penetrar el espacio, un penetrar al otro con el fulminante deseo de nuestra alma interior. Así, en el mirar de la madre y del hijo, debemos ver la búsqueda de un ser, de un ser tal vez único para sus corazones. Quizás ese ser que el ver está buscando sea el padre distante del niño. Observa Roberto Amigo que la mano protectora de la madre baja y acaricia las manos del niño. Pero las manos son lo táctil, lo que toca los cuerpos, lo que toca el mundo, y por medio de las táctiles sensaciones, se pueden transmitir mensajes. Un mensaje colindante con el ver. Y si ese ver es el de la búsqueda del ser paterno, del amor del padre, entonces la dulce mano de la madre transmite con sus dedos a la mano del hijo, el apoyo del amor materno a la búsqueda del padre.
Figura, 1934, óleo sobre tela.
Nos encontramos con un rostro sesgado a la derecha y con un mirar que se dirige en la misma dirección. Los ojos muy abiertos y celestones se constituyen ya en el mitema en la obra de Spilimbergo. Es un tema que atraviesa el conjunto de su producción. Siempre un interrogarse por el sentido del mirar, por el sentido de la búsqueda de un objeto que transforme el mirar en ver. Acompañan a los ojos los labios siempre cerrados, cejas que se arquean siguiendo la oblicuidad de los ojos, cabellos recogidos o cubiertos, todo hace del mirar de los ojos el elemento central de la representación. Es que la vista es el principal de los sentidos del hombre. El mundo entra al hombre por medio de los sentidos y el principal es la vista. Y dijo Dios “Hágase la luz y hubo luz”. Y la luz es la base del mirar porque sin luz el mundo no podría ser mirado. En el caso de esta Figura, a diferencia de las anteriores, la dirección del mirar no es el espectador. El mirar de esta mujer se pierde en el horizonte de su ver. No nos interroga a nosotros, sino que abstrae su mirar en la búsqueda de un horizonte para ver y que está más allá de nuestro mirar. Es el juego del ver: nosotros miramos la obra, pero la modelo no nos mira a nosotros. Ella y su mirar en búsqueda de un ver constituyen un mundo que nos ha dejado de interrogar.
Estudio (figura), tinta sobre papel.
En este esqueleto en proceso de constitución, en ese reducirse del hombre a los huesos cubiertos por la losada carne en la vida, en esa contradicción entre esa belleza que perdemos según pasan los años y en ese marchitarse como preludio de la muerte, Spilimbergo encuentra el recurso plástico para remitirnos a la iconografía de la vanidad. Sentencia Amigo: “El rostro de belleza clásica mira el futuro y ese futuro es la muerte.”
Terracita, 1933, óleo sobre tabla.
Un piso de formas ajedrezadas, un balcón de mampostería, un paisaje montañoso y nevado, cuatro mujeres en dos grupos de a dos, unas mirando el paisaje y las otras como retirándose de la terracita. “El paisaje de estas pinturas enigmáticas –dice Amigo– ya no es el observable por el artista testigo de su destrucción bárbara sino una construcción mental, tal vez por ello son pinturas consideradas enigmáticas”. Vale decir que cuando nos encontramos ante estas pinturas, como Terracita, estamos frente a un enigma que no somos capaces de resolver. Es como si hubiésemos perdido la capacidad de decodificar los signos, como si nos faltase el maestro capaz de orientarnos en la interpretación de estos signos, como si estas pinturas rondasen el mundo de lo esotérico, un mundo en que se necesita un maestro que oficie de guía para nuestras almas. Pero si nosotros como contempladores no somos capaces de interpretar plenamente estas pinturas, si ellas constituyen un enigma, si los significados de su decir se nos escapan, entonces estas pinturas enigmáticas, estas pinturas esotéricas, sólo pueden ser desentrañadas comprometiéndonos en un largo proceso de aprendizaje e iniciación.
Fuentes consultadas:
Amigo, Roberto (2011). Grandes Pinturas del Museo Nacional de Bellas Artes: Lino Enea Spilimbergo. Buenos Aires, MNBA-Clarín.