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TRAS CARTÓN   La Paternal, Villa Mitre y aledaños
 15 de junio de  2025
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Edvard Munch y la metafísica de la pintura

Edvard Munch y la metafísica de la pintura

Se cumple hoy 160 años del nacimiento del pintor noruego Edvard Munch. Su cuna fue Ådalsbruk, pueblo situado a lo largo del río Svartelva. La dimensión metafísica de sus pinturas, la búsqueda de una respuesta a la condición humana, el silencio de los dioses a sus preguntas por el ser, llevan a que su obra adquiera matices pesimistas y angustiosos. La muerte, con un significado a un mismo tiempo inaprehensible, pero contundente en su inevitabilidad, aparece obsesivamente en sus pinturas. La suya se produjo cuando residía en Oslo el 23 de enero de 1944.

Munch se comenzó a formar plásticamente hacia 1880 advirtiéndose en sus primeras producciones influencias tanto del naturalismo como del impresionismo. La de este último movimiento se explica en parte por su vida en París entre 1889 y 1892.

Unas palabras sobre la Noruega de Munch que constituyó su mundo originario. Estamos en Escandinavia, que ha desarrollado una revolución industrial tardía pero eficiente. Con una economía agraria donde la pequeña y mediana propiedad campesina cumple un rol importante. Un país donde la socialdemocracia será una fuerza política importante: una socialdemocracia que reivindica un Marx evolutivo frente al Marx revolucionario. Si Ecandinavia –y Noruega como parte de ella– se convertiría con el tiempo en una sociedad “socialista”, en una sociedad si se quiere satisfecha de si misma, la obra de Munch, oponiéndose a la realidad modernizadora de la socialdemocracia, revela la angustia frente a las condiciones de la existencia del hombre.

Munch se autorretrató en más de una oportunidad. Es un constante bucear sobre su soledad, sus angustias, su desgarrador sufrimiento, su “muerte” siempre presente como anunciando el inexorable fin de la vida. Ciertamente nos encontramos frente a una permanente búsqueda de si mismo, con un “conócete a ti mismo” para encontrar a Dios en la intimidad, en la interioridad, y así en ese conocerse a si mismo, conocer a Dios. “Mi camino –decía Munch– me ha conducido a lo largo de un abismo, a través de una profundidad sin suelo firme. De vez en cuando me he apeado del sendero y me he zambullido en la vida del bullicio humano. Pero siempre he tenido que regresar al camino del abismo. He de seguir ese camino hasta precipitarme en lo hondo. El miedo a la vida me ha acompañado siempre, desde siempre”.

En sus autorretratos uno se encuentra con un hombre atormentado. Atormentado por la soledad, los celos, la enfermedad, la muerte. Su obra se presenta como una alegoría de la búsqueda del ser, una búsqueda que conduce inevitablemente al encuentro con la nada y es esta nada absorbente la que conduce al hombre al imperio de la muerte. Munch quiso librar una batalla en la oscura zona del inconsciente, un batallar que no era solo privativo del él, sino que está presente en todo individuo, ya que todos “respiran, sienten, sufren y aman”.

La soledad y el pánico simbolizados en sus cuadros nos hablan de las distorsiones psíquicas de la existencia. El descubrimiento del inconsciente por Freud y Jung enmarcan la obra existencialista de Munch ya que indagar en el sentido de la vida, en el significado de la muerte, en como se interrelacionan vida y muerte, en como los instintos de Eros y Tánatos se entrelazan en la condición humana, es una cuestión no solo filosófica, sino una cuestión que se torna real en todo hombre a partir de la dimensión inconsciente de toda psique.

Veamos algunas de sus obras:

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En El Grito, témpera y ceras sobre cartón de 1893, vemos espanto, dolor, desgarros, angustia infinita. Todo el mundo de la tragedia humana está presente en esta obra. Son esas cuencas de ojos vacíos, esa boca de grito enmudecido, esa cabeza que parece estallar ante el dolor de la vida, esas manos que aterradoramente tapan los oídos para no escuchar un lamento eterno. Es ese puente en cuyo fondo se recortan dos siluetas ennegrecidas como anunciando que el puente no comunica la tierra de la angustia con un cielo en el cual el alma alcanzaría finalmente una felicidad. Todo lo contrario, se trata de un cielo cuyo cromatismo indica que está alejado del dolor de los hombres. Allí están las aguas, donde su agitación y remolino parece configurar la imagen de una serpiente enroscada a punto de lanzarse sobre dos pequeños e indefensos barquitos como alegorías de un estado inerme frente a las angustias humanas. El grito, sí. Pero un grito que no es una protesta metafísica, sino la consciencia, también metafísica, que revela que el alma humana está amenazada por un mundo que no es sino un gigantesco calvario.

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Autorretrato con cruz vacía, tinta china y acuarela realizada entre 1899 y 1901. “Conócete a ti mismo”, se leía en el oráculo de Delfos, vale decir, dirige tu mirada hacia tu mundo interior, explora tu intimidad, tus sentimientos y tus afectos, tus sueños y tus fantasías, tu querer y tu poder. Descubre quién eres y así, conociéndote a ti mismo, conocerás a Dios. Autorretratarse es convertir a la conciencia de uno en el objeto de la indagación y de la reflexión. Es ver al dragón que llevamos dentro. Es encontrarse con el rostro terrible de nuestra más profunda intimidad. Como desnudarnos ante nuestros propios ojos. Con sus autorretratos, Munch no solo se conocía a si mismo, sino para continuar con la cita del oráculo de Delfos, conocía a Dios. ¿Como era el mundo interior de Munch? ¿Como era el Dios que emergía de sus sueños? Formas humanas despojadas de toda cultura, aguas que devoran seres casi sumergidos, fracturas de una tierra sin vegetación, casi podríamos decir sin vida, y allí está su rostro apesadumbrado, su sotana negra que absorbe toda luz porque la cruz está vacía. Mientras que Jesús había dicho “Yo soy la luz”, aquí todo se ha apagado. Dios es un ausente. No ha visualizado a los hombres. Es como si Munch, al mirar hacia su interior, no descubriese la luz y comprendiese que Jesús, el Hijo de Dios, no se sacrificó por él. No se descubre la luz, sino una naturaleza yerma que, por ser acultural, no ha recibido la palabra de Dios. Solo la negrura de las ropas de dos personajes que acompañan a Munch constituyen una expresión cultural pero su negritud no refleja la luz. No hay luz en el mundo. La cruz está vacía como si el Hijo de Dios hubiese huido de ella. Allí, en un cielo lejano, la bola anaranjada del sol no baña con su luz el mundo de los hombres.

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En La muerte en la habitación de la enferma, óleo sobre lienzo de 1893. vemos una habitación de fines del siglo XIX. No se ve cadáver alguno. ¿La madre? ¿La hermana? ¿Es acaso el recuerdo de esas muertes de seres tan queridos que está siendo vivido? Pesar y dolor, como en todo velorio de difuntos. Rezos que acompañan el último adiós, lágrimas ausentes para una mujer que da la espalda a la cama donde imaginamos a la muerta. Una monja sentada, casi oculta por el respaldo de la silla, mira hacia el lecho donde una muerta no ha podido salvarse con sus auxilios médicos de enfermera. Rostros desdibujados, como anónimas expresiones de… ¿familiares lejanos? La muerte. Tánatos ha triunfado y los personajes asisten al último adiós.

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Autorretrato con Tulia Larsen, óleo sobre lienzo en dos partes de 1905, es una obra fragmentada, dividida. Tan dividida como lo estaba la vida de Munch tras su trágica separación de su novia Tulia Larsen. Una novia que lo abandona por otro artista, por otro pintor. Entonces, ¿cómo bucear en el interior de uno mismo cuando se está desgarrado por la pérdida de un amor? El “listón” que separa a los dos personajes revela la tragedia de sentimientos. Munch con el rostro severo, acusativo, con mirada fulminante dirigida hacia donde está representada Tulia. Tal vez sus facciones enérgicas, la dureza de sus ojos y su mirar, nos estén indicando un dolor del que Tulia es la responsable. Miremos a Tulia con sus cabellos claros que caen desordenadamente, con sus ojos casi cerrados que dirigen el mirar hacia delante, con labios apenas insinuados y cerrados; todo en ella parece indicar culpabilidad. Por eso el mirar acusativo de Munch. No es que sea el momento de reproches, pero sí de dejar como testimonio el: “Yo, acuso”.

Fuentes consultadas:

Arnaldo, Javier. “Edvard Munch. Las caras del genio” en Descubrir el Arte. Año VII, N° 79, septiembre de 2005.

Sartori, Beatrice. “Una vida de película” en Descubrir el Arte. Año VII, N° 79, septiembre de 2005.    

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