Alfredo Gobbi, hijo pródigo de Villa Ortúzar
- Por Tras Cartón
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Hoy se cumplen 110 años del nacimiento de una gran figura del tango: Alfredo Julio Gobbi. Rescatamos para la ocasión y para este sitio web la nota publicada en nuestra edición impresa de mayo de 2012 a propósito del centenario de ese acontecimiento. Se tituló “Un hijo pródigo de Villa Ortúzar” y su autor fue Roberto Selles, destacadísimo investigador e historiador del género musical porteño y colaborador de nuestro medio en más de una oportunidad. A esa nota corresponden los párrafos que siguen.
El tango palpita con nombres mayores en la memoria de los barrios de la Comuna 15. Así como la figura de Osvaldo Fresedo se encuentra asociada a La Paternal y la de Osvaldo Pugliese a Villa Crespo, la de Alfredo Julio Gobbi está íntimamente ligada al barrio de Villa Ortúzar. A este último, de cuyo nacimiento se cumplen cien años en este mayo, dedicamos este trabajo a modo de humilde homenaje.
Ser porteño es un estado de alma. ¿O alguien puede discutir la porteñidad de Carlos Gardel, que era de Tolouse, o de Julián Centeya, que era de Parma? Como ellos –y como tantos otros: Corsini, Marino, Sierra, Libertella– Alfredo Julio Floro Gobbi había nacido en el exterior; más precisamente, en París, pero transpiraba porteñismo. Asomó a la vida durante la estadía de sus padres, Alfredo Eusebio y Flora Rodríguez, en esa capital, más precisamente el 14 de mayo de 1912.
El matrimonio estaba en la capital francesa desde 1907, cuando habían viajado en compañía de Ángel Villoldo –que sería padrino del recién nacido– contratados por la casa Gath & Chaves, con el propósito de grabar discos para esa marca. Digamos que la familia se completó con otros dos hijos, Virginio “El Charrúa”, que era pianista, y el también pianista y además cantor Juan Carlos.
Uno o dos años más tarde, los Gobbi estaban radicados en Villa Ortúzar. Allí transcurrió la infancia del futuro violinista, en una diversidad que incluía la escuela primaria, la venta de diarios en la esquina de Triunvirato y Estomba, y los estudios musicales.
Pero sus verdaderas “clases” las tomó en el cine Select Lavalle. Era cuando iba a escuchar allí al sexteto de Julio De Caro y su nueva manera de interpretar el tango, que lo tenía fascinado. Y ocurrió lo que debía ocurrir; con sólo trece años y un buen dominio del violín y el piano, formó su agrupación inicial, un trío de bandoneón, violín y guitarra, que encontró sus escenarios en los “formativos” de patio.
Profesionalmente, en cambio, tuvo, en 1927, un debut simultáneo en la orquesta de Luis Casanova –ex pianista de Eduardo Arolas– y en la del Teatro Nuevo, que dirigía Antonio Lozzi. No nos consta, pero es probable que alguno de ellos haya estrenado su primer tango, Perro fiel, compuesto por aquellos días.
De allí pasó a los bailes carnavalescos del Pabellón de las Rosas, bajo la batuta de Juan Maglio “Pacho”. Luego, integró las orquestas de Carlos Tirigall, Manuel Buzón, Anselmo Aieta, Mario Pardo –que le estrenó otro de sus tangos, Desvelos–, Adolfo Avilés y Antonio Rodio. En 1929, actuó como pianista en el cine Metropol y en los albores de los 30 volvió al violín para organizar un trío con Domingo Triguero, en bandoneón, y ese enorme pianista que se llamó Orlando Goñi, su inseparable amigo hasta 1945, cuando la muerte silenció el canyengue de sus teclas.
Anduvo luego por el estupendo sexteto Vardaro-Pugliese, que no logró acceder al disco y de cuyas fabulosas interpretaciones ha quedado el testimonio de uno de sus oyentes inclaudicables, Luis Adolfo Sierra: “Estilo pausado, prolijo trabajo instrumental, gran ‘pomada’ en ‘rubatos’ y ‘ralentandos’”. Cuando, en marzo de 1931, el conjunto se disolvió, Alfredo organizó el sexteto Pugliese-Gobbi, que no demoró en poner punto final a su breve trayectoria.
Retornó con Buzón y en 1923 formó su propio sexteto con Aníbal Troilo y Alfredo Attadía (bandoneones), José Goñi (segundo violín), Orlando Goñi (piano) y Agustín Furchi (contrabajo). El éxito volvió a serle esquivo e hizo dúo con Pugliese en Radio Prieto, insistió con otro sexteto (Troilo y Calabró en bandoneones, él y José Goñi en violines, Pugliese en piano y Furchi en contrabajo) y se incorporó, sucesivamente, a las orquestas de Alberto Pugliese, Pedro Laurenz, Joaquín Do Reyes, Armando Baliotti, Nicolás Vaccaro y Pintín Castellanos.
La orquesta propia llegó en 1942. La integraban Deolindo Cassaux, Edelmiro “Toto” D’Amario, Mario Demarco y Ernesto Rodríguez en bandoneones; Alfredo, Bernardo Germino y Antonio Blanco en violines; Juan Olivero Pro en piano, y Juan José Fantín en contrabajo, con los vocalistas Pablo Lozano y Walter Cabral. Con ella debutó en el cabaret Sans Souci, y no obstante su inmejorable calidad, recién pudo acceder a la radio (El Mundo) en 1945 y al disco, en 1947, con el tango de Greco La viruta y el vals del padre del director La entrerriana.
Tanta demora resulta incomprensible si se tiene en cuenta que se trata de una de las orquestas mayores que ha dado el tango. Es que la vida de Gobbi nunca fue un camino alfombrado. ¿Nadie dedujo que se trataba de una de las orquestas más auténticas, afiatadas y evolucionistas de la historia del tango…?
Más allá de tanto sordo, Eduardo Rovira le dedicaba El engobbiado; Aníbal Troilo, Milonguero triste, y Astor Piazzolla, Retrato de Alfredo Gobbi. En otras palabras, el homenaje de tres grandes a ese otro grande que supo –desde la honda compadrada de su violín y su orquesta– expresar el tango como pocos.
Nadie que lo escuchara debería haber dejado de percibir que estaba ante un estilo inconfundible, el estilo Gobbi. Enraizado en la concepción interpretativa del Sexteto De Caro, y con sedimentos milongueros, en lo rítmico, propios de Carlos Di Sarli, “que tampoco es la refundición de dos tendencias tan dispares”, como bien señaló nuestro siempre recordado Sierra. En fin, un estilo particularísimo, de elevado buen gusto y sorprendente tratamiento de la armonía y la marcación del compás, y un muy tanguero registro grave.
A través del tiempo, desfiló por su orquesta una serie de instrumentistas de primera línea, como Eduardo Rovira, César “Potrillo” Zagnoli, Hugo Baralis, Osvaldo Tarantino, Cayetano Cámara, Osvaldo Piro y otros. En cuanto a vocalistas, además de los mencionados, pusieron su cuota vocal a la agrupación Oscar Ferrari, Carlos Heredia, Hugo Soler, Héctor Maciel, Jorge Maciel, Ángel “Paya” Díaz, Héctor Coral, Carlos Almada, Tito Landó, Alfredo del Río, Mario Beltrán y Carlos Yanel.
A propósito de cantores, habría que hablar de dos Gobbi, ya que la orquesta suena a dos cosas diferentes: una es la intérprete de páginas instrumentales, la gran orquesta, y otra la que se limita a acompañar a los cantores con arreglos que no están –basta ponerles oído– a la altura de las orquestaciones mencionadas en primer término. De todos modos, instrumentalmente, la suya es una de las típicas mayores –particularmente, opinamos que la mayor– con que ha contado el tango.
Otros de los tangos por él compuestos son Orlando Goñi, De punta y hacha, El andariego –tributo a su padre–, El último bohemio –dedicado a Troilo–, Camandulaje, Redención, Muguette, Antojos, Tu angustia y mi dolor (letra de Julio Camilloni), Cuatro novios (letra de Vergara-Salinas), Un tango para Chaplín (letra de Bartolomé Salas) y además algunas milongas, como A mis amigos, La trucada y la delicadísima A mis manos, con versos del citado Camilloni, y los valses Viejo madrigal y Mensajera (con Camilloni).
En 1962 –época dura para la música porteña–, el que fue llamado “El Violín Romántico del Tango” se vio obligado a disolver su orquesta. Se puso, entonces, al frente de un quinteto que dirigió desde el piano, con el que anduvo tocando por tugurios de mala muerte. Julián Centeya lo vio en su final cuando le dejó “su última mirada de vidrio empañado, al pie de una sucia escalera de un mísero hotel (¡que ni de cuarta!) compartido con ladrones y prostitutas”.
El gran Alfredo Gobbi se marchó de la vida –su ingrata vida– el 21 de mayo de 1965, con sólo 53 años. O no. O nació recién entonces, porque nadie dudaría de que ha quedado para siempre entre los grandes del tango. Es que, como dijo Horacio Ferrer, “la vida terminó donde él empieza,/ la tarde que enterramos su tristeza”.