Jean-Jacques Rousseau: la soberanía popular
- Por MIguel Ruffo
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Se cumplen hoy 310 años del nacimiento de Jean-Jacques Rousseau, escritor y filósofo suizo francófono cuyas obras contribuyeron a preparar las mentes para la gran revolución burguesa de 1789. Su influencia fue particularmente notable entre los jacobinos y, a través de la difusión de los ideales revolucionarios del siglo XVIII, en todo lugar donde la burguesía quiso sacudirse la tutela del Antiguo Régimen y conquistar el poder para un desarrollo libre y dinámico del capitalismo.
Vástago de una familia de hugonotes franceses instalada en Ginebra desde comienzos del siglo XVII, Jean-Jacques Rousseau había nacido en esa ciudad el 28 de junio de 1712. Tras una agitada juventud, en 1741, y merced a su relación con Voltaire, consiguió que se le encargasen algunos artículos para la Enciclopedia, entre ellos uno de Economía Política. Su primera obra filosófica fue Discurso sobre las artes y las ciencias, donde formula su idea acerca de la bondad natural del hombre alterada, mancillada y corrompida por la civilización. Tenemos aquí una primera formulación de la teoría del “buen salvaje”. Para Rousseau, los hombres inicialmente vivieron en un estado de naturaleza donde cada uno era soberano de sí mismo, donde no había autoridad que cercenase la libertad de cada uno, pero eso solo habría sido así hasta que un pacto social constituyó una autoridad o gobierno. El pacto social es un pacto de sujeción no solo política sino ante todo, como su nombre lo indica, social, es decir, constitutivo de la sociedad que viene a desarrollar la civilización en contraposición al estado de naturaleza primigenio.
En 1755 publica su Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres, donde señaló: “El primer hombre al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir ‘esto es mío’ y encontró a gente lo bastante simple como para hacerle caso, fue el verdadero fundador de la sociedad civil”. El Discurso fue un trabajo sumamente polémico en el siglo XVIII. Allí concibe un “estado natural” donde el hombre era bueno, feliz y libre y, en sus palabras, “que no existe ya, que acaso no ha existido nunca, que probablemente no exista jamás, y del que es necesario tener conceptos adecuados para juzgar con justicia nuestro presente”. Parece ser que el “estado de naturaleza” se debate entre la realidad de una situación concreta y la de ser un postulado teórico para reflexionar sobre la sociedad y su ordenamiento político. Se trata de una hipótesis para valorar la realidad presente, a saber, la de un “estado social” donde el hombre se aparta de la naturaleza para vivir en sociedad, pero en esta prima el egoísmo, el ansia de riqueza y la injusticia como resultado del desarrollo de la propiedad. Así critica las instituciones políticas y sociales como corruptoras de la inocencia y bondad natural de los hombres. La transición del “estado de naturaleza” al “estado social” resulta de una degeneración, no de un progreso, en la condición humana. La propiedad privada, y el derecho que viene a consagrarla y legitimarla, crea un abismo en la sociedad como resultado de su división en dos clases: la de los propietarios, que son los poderosos y los amos, y la de los no propietarios, sujetos a la pobreza y a la esclavitud.
En el Contrato Social expresa su oposición al liberalismo de Montesquieu, ya que no es con la división de poderes que se logrará superar el despotismo y el predominio de la desigualdad. Los hombres debían establecer un nuevo “contrato social” que los aproxime al “estado de naturaleza” perdido. Se trataría de un acuerdo entre el individuo y la comunidad donde la “voluntad general”, resultado de la suma de las voluntades de cada individuo, sería la constitutiva del nuevo ordenamiento político, de la nueva “sociedad civil” donde el poder es expresión de la “voluntad general”. El Contrato Social es un libro de derecho, cuyo subtítulo es “Principios de Derecho Público”. Toda la escuela del derecho natural y de gentes ha postulado la existencia inicial de un “contrato social” como fundador de la sociedad civil. Mientas que para Hobbes el “estado de naturaleza” había sido un estado peligroso donde cada hombre guerreaba contra otro hombre y que, por ende, era un estado del que era necesario huir, para Rousseau el “estado de naturaleza” era un estado idílico y venturoso, una “edad de oro”, para decirlo en términos de la mitología y literatura antiguas. “Veo al hombre –dice Rousseau– volviéndose a sentar bajo un roble, refrescándose en el primer arroyo, encontrando su lecho al pie del mismo árbol que le ha suministrado su comida (…) los únicos bienes que conoce en el universo son la alimentación, una hembra y el reposo. Los únicos males que tiene son el dolor y el hambre, no tiene necesidad de sus semejantes y no reconoce a ninguno individualmente”. La humanidad salió de ese estado idílico, de ese paraíso de ensueños, como resultado de un azar funesto dado por el desarrollo de la agricultura y la metalurgia. Con ellas se desarrolla la propiedad privada del suelo y con ella la desigualdad y, por ende, la contraposición entre riqueza y pobreza. El “buen salvaje” queda atrás y los hombres se vuelven avaros, ambiciosos y malvados. La “sociedad civil” es, por consiguiente, producto de una desdichada evolución. Todo el problema del “estado social” reside en rescatar la libertad e igualdad primitivas. ¿Cómo concebir entonces un “estado social” donde el individuo recupere la libertad perdida? Es necesario, continúa argumentando Rousseau, arrebatar el poder del príncipe y depositarlo en la colectividad, en el pueblo: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la dirección suprema de la voluntad general y recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo (…) la voluntad general es la voluntad del pueblo corporativamente (…) la voluntad general se manifiesta por la voz de la mayoría (…) lo que elige la mayoría es la voluntad general”.
Rousseau era partidario de la democracia directa porque “la soberanía no puede ser representada por la misma razón que no puede ser enajenada.” En la Antigüedad Clásica, entre las polis griegas, particularmente en Atenas, en la Asamblea de ciudadanos, cada uno de sus miembros expresaba su voluntad por sí mismo, sin necesidad de ser representado por un diputado. En la modernidad, la “soberanía del pueblo” exige recuperar la democracia directa y superar la enajenación de la representación. No es con la división de poderes que postulaba Montesquieu, no es con la separación del ejecutivo respecto del legislativo como se logrará superar el despotismo de los reyes, sino afirmando el poder en la Asamblea de ciudadanos que a un mismo tiempo legisla y ejecuta. “Quien hace la ley –sigue el razonamiento de Rousseau– sabe mejor que nadie cómo debe ser ejecutada e interpretada. La mejor constitución es aquella en que el poder ejecutivo se encuentra unido al legislativo”.
¿Pero cómo alcanzar un estado donde el pueblo delibere y gobierne permanentemente sin necesidad de la representación? En otros tiempos y en otras condiciones, durante la revolución rusa, el desarrollo de los soviets presupuso el desarrollo de asambleas, ciertamente representativas, pero donde la facultad de ejecutar estaba unida a la de legislar. Lenin señalaba que uno de los factores por los cuales la democracia soviética era más democrática que la más democrática de las repúblicas burguesas residía precisamente en la unión de lo ejecutivo y lo legislativo, ya que en las democracias parlamentarias la separación del parlamento respecto del aparato administrativo hacía del primero un “charlamento” y del segundo una burocracia que concentraba en sus manos el verdadero ejercicio del poder.
Vista desde la actualidad, la teoría de Rousseau, que falleció en Ermenonville el 2 de julio de 1778, nos lleva a reflexionar sobre las limitaciones de una “democracia representativa” que deja al ciudadano cautivo de una “representación” que es la que efectivamente “controla” los espacios del poder. El ciudadano se convierte así en un “simple emisor del voto”. Queda en pie preguntarnos hasta qué punto en una “sociedad de masas” es posible la democracia directa y no solo como “institución” temporaria que puede vislumbrarse en los consejos o soviets de toda revolución, sino –y esto es fundamental para que la democracia directa sea real– que perdure en el conjunto del proceso histórico.
Fuentes consultadas
Gran Enciclopedia Universal Espasa-Calpe, Tomo 34, Buenos Aires, Planeta, 2005.
Prelot, Marcel. Historia de las ideas políticas, Buenos Aires, La Ley, 1971.