Bartolomé Murillo y el Barroco español
- Por Miguel Ruffo
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Hoy se cumplen 340 años del fallecimiento de Bartolomé Esteban Murillo, destacado pintor representante del estilo barroco en España. Nacido en 1617, se había formado en la escuela sevillana, aunque recibió influencias flamencas e italianas.
En el siglo XVII, España ya había conquistado y colonizado gran parte del continente americano y Sevilla era la ciudad puerto que centralizaba los intercambios de la metrópoli con las colonias. Ciertamente, hacia estos años, España había perdido el ímpetu del descubrimiento y la conquista. La plata americana que llegaba a la metrópoli y se desparramaba por todo el occidente europeo, con la consiguiente caída del costo social y la disminución del valor de ese metal y el incremento de los precios de las mercancías industriales que en gran parte eran importadas, había dado origen a la “revolución de los precios”. Asimismo, Carlos V y Felipe II, los grandes Austrias del siglo XVI, fueron seguidos por los llamados Austrias Menores –Felipe III, Felipe IV y Carlos II– que señalaron con sus mediocres gobiernos la decadencia política y económica de España. Esta es la metrópoli que desde Sevilla vive Murillo, una ciudad a la que prácticamente nunca dejó.
Murillo fue un pintor muy versátil, influenciado por el tenebrismo, provisto de un refinamiento idealizante que dejó con sus obras una huella imborrable en la historia del arte. Tuvo un gran dominio del dibujo, una minuciosa relación con la luz diurna, con matices más que contrastes, llevando al lienzo múltiples tonalidades, una atmósfera vaporosa, figuras con aire libre.
Sus obras evolucionan del tenebrismo inicial, con influencias de Caravaggio, hacia un refinado idealismo que queda patentizado en las imágenes aureoladas de niños mendigos capaces de exorcizar la pobreza. O un idealismo no menor que se expresa en su serie de Inmaculadas, vírgenes que parecen indicar un poder andrógino, que se autofecundan sin necesidad de la participación del varón. En estas Vírgenes Inmaculadas, Santa María se presenta como una Diosa Madre de reminiscencias paganas, que parecen recordar a los misterios egipcios de Isis y Osiris, a Isis con su hijo Horus, a la madre naturaleza fecunda. Desde sus primeras obras, Murillo expresó una verdad revelada, una visión mística que se corporiza en los hechos cotidianos, como lo representa en la escenografía de los autos sacramentales. Y junto a esta conciencia religiosa, una conciencia social no menos vigorosa que se evidencia en sus óleos de niños desamparados, en la extrema pobreza de parte de la infancia.
Las Inmaculadas, las Madonas, los niños pobres, la infancia de Jesús son temas que atraviesan las obras de Murillo. “Fue un perfecto pintor contrarreformista para sus coetáneos; un ingenioso intérprete del realismo social para los románticos; la encarnación de los mejores valores españoles para el nacional catolicismo y un destacado reclamo turístico para los gestores democráticos de la actualidad”, afirma Álvaro Cabezas García.
Veamos algunas de sus obras.
Comencemos por la serie de las Inmaculadas. Primero, la conocida como Concepción Grande, óleo que representa a la Virgen María como una matrona que flota suavemente sobre una delicada atmósfera dorada. Junto a ella, unos pocos ángeles. Toda la composición tiende a destacar una ambición monumental: la de Murillo, que fija el misterio de la Inmaculada Concepción, misterio al que adhiere el reino de España mucho antes de que el papado lo convirtiese en dogma de la Iglesia en el siglo XIX. Pero ya en el siglo XVI se concreta una iconografía fácil de identificar en todo el orbe católico. “En el siglo XVI, el debate (en torno a la Inmaculada Concepción) dejó de limitarse a los teólogos eruditos y, a partir de 1616, la monarquía hispánica se situó de manera decidida del lado de aquellos que propugnaban la Concepción Inmaculada de María, convirtiendo la defensa de esta pía opinión en un asunto de estado”, señala Pablo González Tornel.
Sigamos con otra Inmaculada, conocida como La Niña, donde la fisonomía de la Virgen María está inspirada en una joven adolescente de Sevilla, menuda y graciosa, en todo caso, una joven en el esplendor de su belleza.
Vieja espulgando a un niño es una pintura costumbrista, donde un niño, tumbado en el piso de la habitación de una casa, mientras con su mano derecha acaricia a un pequeño perro con la izquierda sostiene junto a su pecho el pan que está comiendo. Un niño, decimos, que ve cómo una anciana revuelve sus cabellos castaños en busca de diminutas pulgas. Hacia el fondo, una mesa sobre la que se encuentra una jarra. Por detrás, una ventana deja ver la luz del día. Y en un primer plano y hacia la derecha de la composición, un plumero sobre un banquillo. Una tinaja junto a la mesa completa la escena.
En La pequeña vendedora de frutas, dos niños prestan atención a unas monedas que están contando, seguramente el “premio” al trabajo realizado. Una cesta con uvas blancas y otras frutas nos muestra lo que venden estos niños.
En El piojoso, un niño, sentado en un rincón de una lúgubre habitación, está sacándose piojos de la rota y sucia camisa que cubre su torso. Es interesante el uso de la luz, los contrastes con la sombra y el realce de la figura del niño, que es donde se concentra el foco luminoso de esta pintura.
En Tres muchachos tenemos, una vez más, a los niños de la calle, a los infantes que deben ganar su vida desde la más tierna edad. Están allí, a la sombra de la casi noche, porque la luz parece no haber salido para ellos. Si el sol es la claridad y el despertar, la noche que cobija a estos niños es la oscuridad que los acompaña en la dureza de la vida.
En Niños comiendo de una tartera, vemos otra vez a infantes, acompañados por un perro, comiendo unas frutas extraídas de un canasto. Sus pies descalzos y sucios, sus camisas viejas y deshilachadas y sus chalecos desflecados parecen anunciarnos su condición callejera. Nuevamente la noche enmarca a estos niños como diciendo que no conocen la felicidad de la vida.
En Invitación al juego de pelota a pala, un niño, de pie y comiendo un pedazo de pan, dirige una mirada caída a otro niño que se encuentra sentado en el suelo y que gira su mirada hacia él. En el niño sentado se dibuja una sonrisa que contrasta con la seriedad de su compañero.
En La Sagrada Familia del pajarito, San José sostiene entre sus piernas al Niño Jesús que está jugando con un perrito, mientras con su mano derecha alzada sostiene un pajarito. La Virgen, sentada a la izquierda, mientras hila, observa la escena.
Niño Jesús con San Juan es una de las grandes obras de Murillo. En ella nos encontramos con dos niñitos que están jugando bajo la luz del sol. El Niño Jesús, con un comportamiento solidario, da de beber agua a San Juan. El corderito que encontramos en la escena no solo le pone encanto a esta, sino que también nos anticipa que Jesús es el cordero de Dios. El paisaje presenta un color brumoso y barroso, transmite una sensación de paz y felicidad. Es una escena lírica y encantadora.
Concluyamos diciendo que Murillo representó a la infancia desvalida para exaltar la virtud de la caridad, virtud teologal que nos dice que el hombre alcanza la salvación no solo por su fe, sino también por sus obras. Y qué obra caritativa mayor que la de amparar a los “niños de la calle”.
Fuentes consultadas
Beckett, Wendy. Historia del Arte. El Gran Tour de la Hermana Wendy, Barcelona, Ediciones Folio S.A., 2007.
Cabezas García, Álvaro. “Orgullo de Sevilla”, en Descubrir el arte, Año XIX, Nº 227, 2018.
Cantera Montenegro, Jesús. “Caridad y Devoción”, en Descubrir el arte, Año XIX, Nº 227, 2018.
González Tornel, Pablo. “La Inmaculada Concepción”, en Descubrir el arte, Año XIX, Nº 225, 2017.
Navarrete Prieto, Benito. “Murillo entre el almanaque y el museo”, en Descubrir el arte, Año XI, Nº 129, 2009.
Navarro, Francese. Historia del arte. Arte barroco I, Barcelona, Salvat, s/d.
Quiles, Fernando. “El pueblo menudo y pobre”, en Descubrir el arte, Año XIX, Nº 227, 2018.